Argentina y, mi país, Chile, son patrias relativamente jóvenes, pero, más allá de su fresca e imberbe existencia, su gente o, al menos parte de ella, es la continuadora de un legado biológico milenario y, así mismo, en un número más grande que en el caso anterior, heredera de una cultura añosa que se inserta en las raíces más profundas de nuestras naciones jurídicas.
Este legado biológico, cultural e histórico milenario, en su pasado allende las tierras europeas, coexistía de la mano con un estilo de vida en que el honor era lo que regía entre su gente. Era motor de sus vidas. Más valía, como dijo en su momento José Calvo Sotelo, “morir con honra a vivir con vilipendio”.
Ejemplos de este estilo de vida, de esta postura ante el mundo, tenemos por montones escrito con sangre y tinta en nuestra historia – más que mal, de primera mano siempre hemos sabido lo que es ser, realmente, minoría dentro la población global y deber resistir y luchar hasta el final si se quiere sobrevivir. Tenemos las Termópilas, en donde un puñado de griegos, encabezados por el gigante Leonidas, se propusieron luchar hasta la muerte y a oscuras por un cielo cerrado por un mar de flechas enemigas, sabiendo que al amanecer se encontrarían ante Hades; Lepanto, en que una coalición europea (donde inclusive luchó el literato Miguel de Cervantes) consiguió frenar el avance del Imperio Otomano y, con ello, una invasión mayor de Europa, que habría significado un final acelerado de nuestra forma de vida. En tiempos más actuales, podemos nombrar a más de 3 millones de voluntarios que, dejando la comodidad del hogar, partieron con su fe al hombro a luchar por una idea superior al propio valor de su vida, porque comprendían que de nada vale vivir de rodillas y que más preciado es “vivir un día como lobo, que cien años como un cordero”.
Nuestra joven tierra tampoco escapa a ese estilo de vida, importado en la memoria de la sangre y en la cultura que cruzó los mares hasta América y a todo sitio en donde nuestra bota se logró posar. Ambas naciones tienen ejemplos de sobras. Por señalar un par y dejando de lado la tremenda e inimaginable gesta imperial, puedo nombrar, en el caso de Chile, a los denominados “bravos de la Concepción” en que 77 soldados chilenos se enfrentaron a cerca de 2000 peruanos y quienes, en el colofón de la batalla, ante la petición de rendición por parte del enemigo, los últimos 5 sobrevivientes que quedaban encabezados por un joven Cruz Martínez (de 17 años de edad), mediante el grito «¡Los chilenos no se rinden..!», cargaron a la bayoneta y fueron muertos al salir; en el lado trasandino cabe mencionar el combate de Top Malo House, durante el transcurso de la Guerra de Malvinas, en que una sección de comandos de la 602 se enfrentaron a sus pares británicos y donde, si bien los primeros sucumbieron ante la superioridad de pertrechos y humana del adversario, sin antes luchar descarnadamente, y significando su resistencia el retardo de la misión original inglesa, que era conquistar el puente del establecimiento Fitz Roy-Bluff Cove y, sumado a ello, generar la ventana de posibilidad para que la Fuerza Aérea Argentina pudiese ocasionar un gran número de bajas enemigas y de destrucción de material (como fueron, entre otros, 2 buques de combate).
En el pasado, todo esto era posible, no solamente porque este estilo inundara el alma de los hombres, sino que, también, porque era transversal a la sociedad en su conjunto. Así como las mujeres espartanas, al ver marchar a sus hombres a la guerra, les pedían que “volvieran con su escudo o sobre él”, también ellas mismas eran capaces de ser la última línea de defensa ante todo invasor y todo atacante, porque no permitirían que ningún extraño llegase a imponer su forma de vida en su terruño. Muchas veces, nuestras gloriosas mujeres, fueron las que roncas avanzaron empujando los cañones y que, ante cualquier rechazo por hombres que no lograban y no logran entender que estamos hechos para marchar lado a lado, surcaron dichas trabas para partir bravas al combate y, en muchos casos, bañar con su sangre la tierra.
Entre los años 20 a los 40, Europa vivió el auge de los nacionalismos y el redescubrimiento y posicionamiento del estilo heroico. Se volvía a comprender al humano como parte del sistema natural y que, por tanto, se regía por sus Leyes Eternas, en que la lucha es una de ellas. Se buscaba concebir un nuevo hombre, conectado con la lógica que propició el avance de los indoeuropeos y su supervivencia en un mundo hostil, donde siempre, como ya mencioné anteriormente, hemos sido minoría.
El fortalecimiento físico, de la mente y del alma era la tarea a realizar dentro de la juventud, puesto que ella sería la encargada de tomar la cadena de la historia pasada y unirla con el futuro que se estaba creando.
Por primera vez en la historia de nuestro Pueblo, se buscaba que las banderas y fronteras nacionales pesaran menos que la sangre y la cultura que unía a todo el continente. Se buscaba que, dentro de las diferencias propias de los pueblos, una gran unión europea se levantara para hacer frente a este mundo hostil que siempre ha presionado contra sus fronteras y ha buscado dominar sus lindes y su gente.
Pero, lamentablemente, como ya sabemos, ese proyecto no prosperó. Ni los más de 3 millones de voluntarios que dejaron sus casas para morir en diferentes frentes por Europa, pudieron detener la sinarquía que hoy nos tiene sumida en el ocaso de nuestra estirpe.
Allí, donde antes nuestros niños soñaban con ser hombres y mujeres fuertes y habilidosos, dignos de admiración entre su gente, ahora lo hacen deseando ser como sus nuevos “héroes”, como Arturo Vidal, como Daddy Yankee, como Kim Kardashian o Malena Pichot. Desean ser como personas que, en algunos casos, se pueden ver como nosotros en su cáscara, pero que se encuentran totalmente desarraigados de su herencia más profunda, de esa matriz que nos llevó a luchar contra los imposibles y a soñar lo improbable, a buscar, en juegos y sueños, la trascendencia. Hoy, solamente se desea triunfar en lo material, en lo mundano, en lo intrascendente, en lo cortoplacista.
Pero no solamente nos encontramos con que este estilo, en que el honor era el motor de toda persona y de la sociedad en su conjunto, ha quedado relegado y olvidado en el tiempo. Hoy en día, una visión total y diametralmente opuesta, se ha alzado como la detentadora del triunfo en la psiquis humana.
Hoy, vivimos en la cultura del victimismo, en donde todo lo malo es producto del hombre blanco heterosexual y de su legado cultural occidental, por lo que, a consecuencia de lo anterior, entre nuestra población, entre aquellos que comparten legado étnico con nosotros, existe una tremenda endofobia, que los lleva a comportarse de las maneras más antinaturales e incomprensibles que se pueden esperar. Pero esto no se detiene en lo racial, también afecta enormemente en los países biológicamente diferentes o heterogéneos pero con un legado cultural occidental, donde se condena, se menosprecia y se ensalza todo lo ajeno, renegando de nuestros héroes, hazañas y avances y enarbolando, como superior a nivel ético y moral, todo lo que provenga de aquellos pueblos que, según la retórica imperante, habrían sido pisoteados y condenados por nuestros antepasados y su cultura.
Se crea un cuento en que el mundo, antes de nosotros, era una hermosa ronda donde todos danzaban de la mano y la violencia y lo salvaje no existía. Donde todo era calma y armonía, hasta que nosotros, los hombres blancos, y nuestra cultura, la europea occidental, destruyeron esta paz para implantar el caos, la opresión y la muerte.
Tras la derrota física y política del proyecto por el resurgimiento del espíritu heroico durante la Segunda Guerra Mundial, el enemigo se encontró con el camino abierto para comenzar la gestación de su hombre nuevo, el que ya no se opondría con uñas y dientes a su dominación y control, sino que, bajo una falsa sensación de resistencia a los poderes hegemónicos, no sería más que un esclavo servil y un títere de los fines que decía combatir. Tras la Segunda Guerra, esos tan irrisorios Aliados, de dos corrientes ideológicas opuestas en sus bases, volvieron a enfrentarse, pero el escenario había cambiado.
La Izquierda ya no calaba con su discurso en las masas trabajadoras, quienes, dentro del modelo capitalista, encontraron que sus necesidades básicas, real o aparentemente, se encontraban saldadas. El obrero ya no pensaba en cómo llegar a fin de mes o en qué les daría de comer a sus hijos, ahora se preocupaba más por qué auto tendría y dónde irían de vacaciones, por lo que debieron buscar, para satisfacer sus fines, otra figura opresiva y que ya no solamente afectara al obrero, sino que a toda “minoría” o “grupo”; ahora, se buscaba que “víctima” pudiese ser cualquiera que no encajara con lo que ellos señalaron como hegemónico y, por tanto, opresivo: el hombre blanco heterosexual occidental.
Es así como se mantuvo la dialéctica marxista de opresor-oprimido, ya no solamente entre patrón-obrero, sino que, también, entre hombre-mujer, blanco-negro, fuerte-débil, delgado-obeso, heterosexual-homosexual y un larguísimo etcétera al alcance de cualquiera que desee culpar a otro por sus, supuestos, males y busque satisfacer sus, nuevamente, supuestos, derechos.
La nueva lógica victimista que impera en la sociedad aleja al humano de asumir cualquier responsabilidad por sus actos y las consecuencias que de estos se puedan desprender, lo aleja del antiguo deseo por esforzarse y superarse para conseguir las metas y objetivos propuestos, lo aleja de la comprensión de que la vida tiene como base la inequidad, porque ahora, sencillamente, se los deben dar y los merecen por el hecho de existir y haber sido, de alguna manera y en algún periodo, ultrajados; de lo contrario, en su lógica victimista, lo estarían discriminando por pertenecer a determinada (o indeterminable) “minoría”.
Pero el problema no solamente se reduce a esta lógica victimista. El problema mayor es que, junto a ella, se sataniza cualquier actitud y aptitud que se desmarque de lo que la auto otorgada superioridad ética y moral de los oprimidos y víctimas indica.
Es así como ser blanco se transforma en una condena para cualquier persona que desee ser buena, porque, de seguro, en su genética, se encuentra escondido el deseo por volver a abrir los campos de concentración, esclavizar gente, y quemarlos en hornos industriales, por lo que se fomenta el mestizaje; es así como desear ser físicamente fuerte o sano es deleznable, porque de seguro se desea golpear a cualquiera diferente, sumado a que cualquier cuerpo es bello, por lo que se fomenta la gordura y delgadez extremas; es así como ser heterosexual es retrógrado, porque todo tipo de pareja amorosa será correcta, siempre y cuando ésta no pueda concebir y perpetuar a esa enferma raza blanca que ha condenado al mundo por completo, por lo que se fomenta la homosexualidad; es así que reconocer las diferencias entre los sexos que nos hacen complementarios se transforman en lastres artificiales, ya que los sexos son realidades culturales e invenciones del hombre, por lo que se fomenta la idea del género que, cual trapo de tela, puede ser moldeado a placer… y así un largo etcétera.
Vivimos en una dictadura del victimismo, donde todo es relativo, donde reina la fealdad y la debilidad, y donde cualquier vínculo con la trascendencia debe ser condenado y rechazado. Vivimos en la dictadura de los únicos y diferentes, de las minorías, más uniformados que cualquier otro grupo y más mayoría y con más beneficios que cualquiera que ellos señalen como sus adversarios.
El sistema consiguió, mediante el posmarxismo, articular y politizar a las masas, en las que el valor de las personas será según su calidad de víctima. Gays, indígenas, musulmanes, presidiarios, mujeres, entre otros, se transforman en categorías políticas jerarquizadas como víctimas, mientras el hombre blanco heterosexual se convierte en el mal absoluto. Así, ahora somos una sociedad atomizada y esclavizada, en la que la libertad de pensamiento, que ha sido base de nuestra civilización durante gran parte de la historia y que ha sido crucial para conquistar el nivel de vida que llevamos, cada vez se ve más amenazada por la policía del pensamiento que, sembrando esta imagen de minoría y opresión entre las masas, ha conseguido poner cadenas sobre cualquier persona o grupo que quieran volver a desempolvar las virtudes que nos llevaron a ser grande y que, de reflorecer, representarían una amenaza para el poder. Es así como todo lo que disguste a las consideradas víctimas, se transforma, en última instancia, en una agresión contra ellas y, por tanto, una actitud a condenar, jurídicamente de ser necesario y, más trascendental aún en la orgánica que vivimos, socialmente.
¿Pero y qué hacemos contra esto? Aparte de asumir que perdimos y que no volveremos a vencer en la gran lucha política y que tampoco tenemos la capacidad para ganar en lo militar, debemos, como siempre hemos hecho, continuar luchando, esta vez, en la batalla que más consecuencias nos ha traído a la larga y que más de lado hemos dejado, que es la lucha cultural.
Nosotros mismos debemos volver abrazar esa cultura del honor, del valor, de la gallardía y del coraje, de la sapiencia, de la mente sana en cuerpo sano, del respeto entre los sexos, del amor a la estirpe, a la patria y a la familia y mostrarnos ante el resto como hombre y mujeres íntegros y rectos, como ejemplos a seguir.
Debemos hacer cultura y ser nuestra cultura. Que de pies a cabeza seamos baluarte de lo que debemos llegar a ser y seguir el ejemplo de esos hombres y mujeres que domesticaron los primeros animales y cosecharon el primer trigo; esos hombres y mujeres que llevaron calor a los hielos eternos, hicieron florecer el desierto y forzaron los límites en los cielos y los mares; esos hombres y mujeres que frenaron a los invasores en Las Termópilas, en Lepanto y en tantos otros sitios; esos hombres y mujeres que han labrado el camino para entregarnos el conocimiento. Como sabiamente señaló Ernst Jünger, es de ahí que tengamos el deber de aspirar a lo mejor, no solamente para nuestra felicidad personal, sino por sobre todo por motivo de culto a los nuestros. Debemos aspirar a ser lo mejor por nuestros muertos y por nuestros hijos, por lo que estuvieron y por los que estarán.
Debemos dejar de ser aquellos que se victimizan y culpan a otros por nuestros males y nuestra situación actual (porque sí, también caemos en dicho juego) y volver a ser aquellos que ni ante la inferioridad numérica, ni ante la enfermedad, ni ante lo desconocido ni, sencillamente, ante las dificultades propias de la vida, que, en muchos casos nos mastica y nos escupe dejando malheridos, retrocedió. Siempre apretamos los dientes, cerramos los puños, y fuimos de frente, porque más vale intentarlo y morir a aceptarlo y “vivir”.
Les deseo a todos que comiencen el camino por alcanzar una magnífica muerte y no una agónica y larga vida.
No todo serán guerras y conflictos externos, no siempre nos enfrentaremos a un enemigo físico y directo. Muchas veces no será más que la propia lucha diaria contra la vida, contra las propias tentaciones del sistema nuestro combate, pero busquen dicha muerte heroica y no un largo apagarse en una vida que no es vida, donde llegaremos a viejos para estar postrados y arrepentidos de por qué decidimos rendirnos, sin luchar por lo que creemos, por lo que deseamos y, supuestamente, respiramos, sin, realmente, intentarlo.
Recuerden, todos ustedes, que llevan el corazón negro y una flama encendida en él, que ya hablaremos de capitulación una vez muertos.
Hoy, toca luchar. Dejar de ser víctimas y comenzar a vivir con honor, como ese brillo en los ojos de nuestros antepasados ante su enfrentamiento con la adversidad y la posible muerte, nos enseñó.