Noomaquia y los Tres Países Filosóficos
En el libro In Search of the Dark Logos [1], abordamos la existencia de los Logoi como tres visiones del mundo o tres paradigmas fundamentales de la filosofía. Los definimos así:
1. El Logos de la Luz = el Logos de Apolo
2. El Logos Oscuro = el Logos de Dionisio
3. El Logos Negro = el Logos de Cibeles
Estos tres paradigmas pueden situarse provisionalmente a lo largo de un eje vertical entre el «aquí» (ενταύθα) y el «allí» (εκείνα), entre la Tierra y el Cielo, entre la causa y el efecto, entre el rendimiento y la fuente, etc. Cada Logos construye su propio universo y se presenta como maestro y «demiurgo». Por lo tanto, desde un punto de vista noológico, no se trata de un solo mundo sino de tres cuyos paradigmas entran en conflicto entre sí y abarcan un número infinito de estratos cósmicos, jerarquías y ciclos vitales. Podría decirse que la Noomaquia se desarrolla entre estos tres Logoi en su pugna por la dominación, y las reverberaciones de esta lucha primordial se proyectan dentro de estos tres universos noológicos, dando lugar así a batallas internas, conflictos, escisiones y oposiciones. En virtud de la implosión, esta paradigmática «guerra a tres bandas» colapsa cada uno de los Logoi, sumergiendo sus contenidos, estructuras y «poblaciones» en un embudo de catástrofes fundamentales. El estudio de la Noomaquia exige, por tanto, una disección más cuidadosa de estos tres Logoi. Cada uno de ellos puede ser presentado como un país filosófico, organizado de acuerdo con ciertas reglas con su propia geografía extendida y topología de zonas centrales y periféricas, y con un número de niveles internos y jerarquías tanto comunes como locales. Estos tres países noológicos son el país de Apolo, el país de Dionisio y el país de Cibeles (la Gran Madre).
Los Tres Regímenes de la Imaginación de Gilbert Durand: El régimen diurno
Los Tres Logoi que en discusión pueden correlacionarse visualmente con los tres regímenes de la imaginación descritos en la teoría del sociólogo y culturólogo francés Gilbert Durand [2]. Dedicamos una obra aparte a Durand y sus ideas, Sociology of the Imagination: An Introduction to Structural Sociology [3], en el que examinamos con bastante detenimiento estos tres regímenes: el diurno, el nocturno dramático y el nocturno místico. Desarrollando el enfoque filosófico central de Henry Corbin sobre lo «imaginal» – es decir, el mundo de la imaginación activa, el mundo intermedio entre lo corpóreo y lo espiritual, o el alam al-mithal de la tradición islámica –, Durand propuso la teoría del imaginaire, es decir, la «trayectoria antropológica» de las estructuras situadas entre el sujeto y el objeto y organizadas de acuerdo con la prevalencia de uno u otro reflejo dominante. El imaginarie se estructura en la primera infancia y determina posteriormente los puntos fundamentales de la formación de la personalidad. Aunque el imaginarie abarca necesariamente los tres regímenes, uno de ellos es siempre dominante y reprime a los demás, erigiendo así la estructura de la conciencia de acuerdo con su propia geometría y topología.
La dominación del reflejo postural (que empuja al niño hacia la postura erguida y vertical) organiza la conciencia de acuerdo con el régimen diurno. Este régimen está dominado por operaciones dieréticas, como la división, el desmembramiento, el establecimiento de límites claros, la contemplación, la jerarquía vertical, las leyes lógicas severas, y se caracteriza por la concentración de la identidad hacia un extremo (es decir, la construcción de un sujeto consolidado) en paralelo a la disección (hasta el miasma) del sujeto de la percepción en el extremo opuesto (por ejemplo, el análisis de un objeto, el desmembramiento de un animal sacrificado, etc.). En el régimen diurno, el sujeto se reconoce como un héroe enfrentado al tiempo y a la muerte, con los que libra una guerra interminable. En esta modalidad predominan las simetrías verticales, las imágenes de la huida (y de la caída) y los símbolos masculinos como la línea recta, la espada, el cetro, el eje, las flechas, la luz, el sol y el cielo. El régimen diurno corresponde plenamente a lo que llamamos el Logos de Apolo. Es el universo solar, masculino, heroico y noético.
El Régimen Nocturno Místico
El segundo modo de imaginación, según Durand, es completamente opuesto al primero. Durand lo llama el nocturno místico, y lo asocia con el reflejo de crianza, con los recuerdos del estado intrauterino. Cuando el imaginarie es capturado por las estructuras de este modo, percibe el mundo bajo el signo de la Noche y de la Madre. Este régimen está marcado por la ausencia de claridad, ya que la conciencia disfruta del tejido continuo e ilimitado de cosas apenas distinguibles. Dominan las sensaciones de digestión, saturación, siesta, confort, quietud, deslizamiento y ligera inmersión. Los elementos predominantes son el agua, la tierra y el calor. Los símbolos relevantes son la copa, la madre, el crepúsculo, los objetos reducidos, las simetrías centrípetas, el bebé, la manta, la cama y el vientre. Se trata del régimen femenino y maternal. El nocturno místico se basa en la feminización radical y es una antífrasis. En esta modalidad, los fenómenos peligrosos y ominosos (la muerte, el tiempo, el mal, las amenazas, los enemigos y la desgracia, etc.) reciben nombres más suaves o contradictorios:
Muerte = adormecimiento (literalmente, dormirse) o incluso nacimiento (resurrección);
Tiempo = progreso, llegar a ser, mejorar;
Amenaza = un juego que se resuelve en paz y felicidad;
El enemigo = un amigo que no es peligroso, y a cuyo lado hay que cruzar necesariamente lo antes posible (síndrome de Estocolmo)
Desgracia = la felicidad (un desafío temporal destinado a algo bueno), etc.
Una persona con un nocturno místico dominante es propensa a buscar el compromiso, se distingue por el conformismo y el hiperconformismo, es amante de la paz, se adapta fácilmente a cualquier condición, es femenina, se siente atraída por la serenidad y antepone la comodidad, la saciedad, la seguridad y la armonía, creyendo que lo mejor está garantizado de forma natural. Aquí podemos reconocer inequívocamente las estructuras del Logos Negro, el mundo noético de Cibeles, la Gran Madre, y los mundos ctónicos del útero.
El Régimen Nocturno Dramático
El tercer régimen del imaginarie también es nocturno, pero es dramático, dinámico y activo. Puede situarse entre el diurno y el nocturno místico. Se basa en una dominante copulativa, en el ritmo, el movimiento y las simetrías duales. Su símbolo es el ser bisexual, el Andrógino, una pareja de amantes, la choreia, el círculo, la danza, la rotación, la repetición, el ciclo, el movimiento que vuelve a su origen.
El nocturno dramático no lucha con el tiempo y la muerte como el diurno, y no se pasa al lado del tiempo y la muerte como el nocturno místico. Cierra el tiempo en un ciclo y mantiene la muerte en una cadena de nacimientos y muertes que se sustituyen regularmente (reencarnación). En este régimen, el sujeto se refleja en el objeto y viceversa, y este juego de reflejos se reproduce en una secuencia infinita. Si el diurno es el régimen masculino, el reino del día, y si el nocturno místico es el reino materno de la noche, entonces el nocturno dramático se correlaciona con el crepúsculo (atardecer y amanecer) y el par masculino/femenino (a veces unido en uno solo). Mientras que el diurno divide rígidamente a unos de otros (diéresis) y el nocturno místico lo une todo (síntesis), el nocturno dramático une lo dividido y divide lo unido, nunca del todo, pero conservando las diferencias en su fusión y la igualdad en la división.
Los que tienen un nocturno dramático dominante exhiben habilidades artísticas desarrolladas, flexibilidad psicológica, erotismo, ligereza, movilidad, la capacidad de mantener el equilibrio en movimiento y de percibir los acontecimientos del mundo exterior como una alternancia interminable y cambiante de momentos oscuros y luminosos (el dies fastus/dies nefastus de los antiguos romanos).
El nocturno dramático de Durand se ajusta perfectamente a la descripción del Logos Oscuro, el universo noético de Dionisio, el dios que funde en sí mismo los opuestos: el sufrimiento y el desapasionamiento, la muerte y la resurrección, lo masculino y lo femenino, lo alto y lo bajo, etc. De ahí, precisamente, que la «búsqueda del Logos Oscuro» nos lleve a Dioniso y al amplio complejo de su situación.
Los tres mundos en la mitología
La mitología, en particular la griega, nos proporciona abundante material para componer los tres espacios noéticos. El reino del Logos de Luz corresponde al Olimpo, el mundo celestial, y al rey de los dioses, el dios del trueno Zeus, su esposa, Hera del aire, el solar Apolo, la guerrera Atenea, la diosa de la justicia Dike, y otras figuras análogas. Este es el horizonte más alto de los dioses celestes del Olimpo en la máxima pureza en la que los griegos intentaron imaginar a los dioses libres de elementos ctónicos o arcaicos. Esta serie de dioses puede llamarse la serie diurna, pues su reino primario de gobierno es el del día, la vigilia, la mente clara, las simetrías verticales del poder y la purificación.
El segundo reino del mito, correspondiente al nocturno místico, es el de las deidades ctónicas asociadas a Gaia, la Gran Madre. Esto incluye a la «Urania» de Rea, los hijos del titán Cronos y la madre de Zeus, todas las generaciones de los Titanes derrocados por los dioses, así como otras criaturas de la Tierra, como los Cien Manos (Hecatónquiros), los gigantes y otros monstruos ctónicos. A esta categoría pertenecen también algunos de los dioses que por una u otra razón fueron expulsados del Olimpo, como Hefesto. En esta zona se sitúan los inframundos del Hades, y por debajo de él el Tártaro. Aquí debemos prestar especial atención a los Titanes, cuya propia naturaleza refleja los atributos característicos de la mística nocturna. Además, la Titanomaquia (al igual que la Gigantomaquia) puede verse como un análogo mitológico de las «guerras de la mente», que es por lo que entendemos la Noomaquia. Este Reino de la Noche también tiene su propia geometría filosófica y se opone fundamentalmente al del Día.[4] En el diálogo de Platón el Sofista, el aspecto filosófico de la Gigantomaquia se describe en términos extraordinariamente expresivos:
Extranjero: Estamos lejos de haber agotado a los pensadores más exactos que tratan del ser y del no-ser. Pero contentémonos con dejarlos, y procedamos a ver a los que hablan con menos precisión; y encontraremos como resultado de todo, que la naturaleza del ser es tan difícil de comprender como la del no-ser.
Teeteto: Entonces ahora pasaremos a los otros.
Extranjero: Parece que hay una especie de guerra de Gigantes y Dioses entre ellos; están luchando entre sí sobre la naturaleza de la esencia.
Teeteto: ¿Cómo es eso?
Extranjero: Algunos de ellos están arrastrando todas las cosas del cielo y de lo invisible a la tierra, y literalmente agarran en sus manos rocas y robles; de estos se aferran, y obstinadamente mantienen, que las cosas sólo que pueden ser tocadas o manipuladas tienen ser o esencia, porque definen el ser y el cuerpo como uno, y si alguien más dice que lo que no es un cuerpo existe, lo desprecian por completo, y no oirán hablar de nada más que del cuerpo.
Teeteto: A menudo me he encontrado con tales hombres, y son tipos terribles.
Extranjero: Y por eso sus adversarios se defienden cautelosamente desde arriba, desde un mundo invisible, sosteniendo poderosamente que la verdadera esencia consiste en ciertas ideas inteligibles e incorpóreas; los cuerpos de los materialistas, que por ellos son mantenidos como la verdad misma, los rompen en pedacitos por sus argumentos, y afirman que no son esencia, sino generación y movimiento. Entre los dos ejércitos, Teeteto, siempre hay un conflicto interminable que se libra en relación con estas materias.[5]
El tercer reino, situado entre el Olimpo y el Hades (Tártaro), es el dominio de los dioses intermedios. El rey indiscutible de este reino mítico es Dionisio, que desciende al Hades como Zagreo y sube al Olimpo como el resucitado Iaco de los misterios eleusinos y los himnos órficos. También hay que incluir aquí al dios psicopompo Hermes, a la diosa de la cosecha y la fertilidad Deméter, así como a la innumerable serie de dioses menores y daimones: las ninfas, los sátiros, las dríadas, los silenos, etc. Algunos de los dioses olímpicos, como Ares y Afrodita, también gravitan en esta zona intermedia. También es aquí donde los titanes (como Prometeo) se abren paso en determinadas situaciones y se esfuerzan por ascender. Sin embargo, lo más importante para nosotros es que en este reino mitológico se encuentran aquellos pueblos que los órficos creían surgidos de las cenizas, o de entre los titanes abatidos por Zeus por desmembrar y comerse al niño Dionisio. La naturaleza de las personas es, pues, simultáneamente titánica y divina, dionisíaca. En el horizonte superior, esta naturaleza toca el reino de los dioses diurnos del Olimpo. En el horizonte inferior, desciende al inframundo, la región nocturna de los titanes.
Así, hemos adquirido un mapa mitológico de los tres mundos noéticos que nos interesan. Sobre la base de una interpretación cuidadosa de los diferentes tropos, historias, tradiciones y leyendas, podemos recoger una gran cantidad de datos relevantes para nuestro estudio de la Noomaquia.
Philo-Mythia y Philo-Sophia
En la medida en que desde el principio hemos corroborado la necesidad de distanciarnos del «momento contemporáneo», podemos considerar la zona del mito íntegramente y sin reservas como una base fiable para nuestra búsqueda. Podemos tratar la philo-mytia (término acuñado por el filósofo brasileño Vicente Ferreira da Silva [6]) como un campo de estudio paralelo a la philo-sophia. Nada nos impide invertir la progresión del Mythos al Logos y estudiar la cadena del Logos al Mythos. Es más, sería aún más productivo considerar lo logológico y lo mitológico como dos tipos iguales de narraciones, sobre todo porque en la antigua Grecia ambos términos, λέγω и μυθέω, significaban discursos de diferentes matices semánticos. En el plano del paradigma del pensamiento, tal y como se considera fuera de la versión clásica del historial, la consideración por igual de todo tipo de discursos es totalmente legítima. De hecho, esto es precisamente lo que vemos en las obras de Platón y de los neoplatónicos, que pasaban fácilmente de un método a otro para ser más comprensibles y convincentes. El «momento contemporáneo» exige que nos acerquemos seriamente al lado logológico de Platón (incluso descendiendo al nivel de su idealismo «ingenuo») y que dejemos de lado la dimensión mitológica, en la medida en que ésta no hace sino reflejar los «restos y supersticiones de la época». Pero al establecer la distancia con el momento contemporáneo, todo este sistema interpretativo se derrumba, y podemos y debemos acudir al Mythos y al Logos simultáneamente, sobre bases comunes, en busca de lo que realmente nos interesa.
Además, sobre la base del lenguaje neoplatónico desarrollado sistemáticamente por Plotino, podemos proponer el siguiente modelo terminológico. Los paradigmas básicos del pensamiento (y eso significa las fuentes de la filosofía) han de situarse no en el ámbito del Logos, sino en el del Nous (νοῦς) que puede considerarse como la fuente común tanto del Logos como del Mythos. Lo noético precede tanto a lo logológico como a lo mítico. El Nous contiene al Logos, pero no es idéntico a él. El Logos es una manifestación específica del Nous. El Mythos también puede considerarse otra manifestación específica del Nous. Por lo tanto, son paralelos entre sí, por un lado, y tienen una fuente común, por otro. Nos interesa precisamente el apartado noético, aquellos estratos del pensar y del ser en los que aún no se ha establecido esta divergencia. Por lo tanto, el paralelismo entre la philo-mythia y la philo-sophia está plenamente justificado. La noomaquia puede describirse y conocerse tanto como se retrata en la imagen de la Titanomaquia como en términos de la polémica racional de las escuelas filosóficas.
En cuanto a la interpretación de los mitos y la descripción de la relación entre los «nuevos dioses» y los «antiguos titanes», también es necesario asumir una posición correcta desde el principio. Partiendo del hecho de la eternidad de la Mente, el νοῦς (o su análogo, el espíritu, la Fuente, etc.) como fundamento sobre el que se construyen todas las doctrinas y sistemas religiosos no modernos (=tradicionales) y no occidentales (=orientales), la estructura diacrónica del mito puede considerarse un convencionalismo simbólico. Debemos entender la indicación de que los «Titanes» existieron (y reinaron) antes que los dioses, sub specie aeternitatis, bien como una continuidad lógica, bien como una indicación de su lugar en la estructura de la topología sincrónica del cosmos noético. Los Titanes siempre existieron, al igual que el Logos Negro de Cibeles o el régimen de la mística nocturna. «Antes» significa «más alto» o «más bajo» según el punto de vista de la zona del Universo noético donde nos situemos. Para la Madre Tierra, con respecto a los Titanes, «antes» significa «mejor». Para los olímpicos, lo contrario, ya que se consideran los «nuevos dioses» que han ganado la eternidad en contraste con los ciclos interminables de la duración de los Titanes que se cierran a sí mismos. Desde el punto de vista del Logos de Apolo, los Titanes son «antiguos» porque «todavía» no conocieron la eternidad, y habitan abajo porque nunca la conocerán. La discrepancia entre la interpretación del «antes» y el «después» no es simplemente la consecuencia de un posicionamiento relativo, sino un episodio – y uno fundamental – de la Titanomaquia, que es expresión ni más ni menos que de la elección de bando en la interminable batalla de la eternidad contra el tiempo. La guerra de los dioses y los titanes es una guerra por la posición del «punto de observación», una guerra por controlarlo. Los que determinen el paradigma, la grille de la lecture, gobernarán. Nos encontramos así en el epicentro mismo de las guerras de la mente. Los titanes buscan derrocar a los dioses del Olimpo para afirmar su Logos como el ejemplar y normativo, mientras que los dioses insisten en el triunfo de lo diurno. Por tanto, la naturaleza de cualquier figura o relato mítico depende de desde qué sector del cosmos noético veamos tal cosa, y a qué ejército pertenecemos nosotros mismos. Y es esta pertenencia a un orden de uno u otro líder divino lo que Platón expone en su Fedro, donde Sócrates explica a Fedro que en la persona que amamos vemos la figura del líder divino que nuestra alma sigue en su hipóstasis celestial. En la persona que amamos, amamos a Dios y al mismo tiempo, en Dios, a nuestro «yo» superior.
Sería muy ingenuo suponer que todos los pueblos eligen el campo de los dioses, el Logos de Apolo y el régimen solar de la diurna heroica. Si así fuera, la Tierra sería el Cielo. Algunos tienden hacia las fuerzas ctónicas de la Tierra, en solidaridad con los mundos de la Gran Madre. Algunos se ven intuitiva o conscientemente como guerreros del ejército de Dionisio. Como consecuencia, tenemos derecho a esperar de estos tratamientos diferentes de los mitos, nociones filosóficas y figuras de Amor correspondientes entre los tres tipos humanos.
La Geometría de los Logoi
Imaginemos este cuadro como un todo en un diagrama.
Esta instantánea mitológica del mundo puede interpretarse de las formas más diversas. Desde un punto de vista sincrónico, es un mapa de tres regiones simultáneas del mundo, cada una de las cuales corresponde al modelo de una de las tres zonas fundamentales y a los tres modos de la imaginación. En este caso, los Tres Logoi representan tres posiciones primordiales de visión del mapa del Universo: desde arriba (por Apolo y el Olimpo), desde abajo (por Gea, Cibeles y el Tártaro) y desde una posición intermedia (la de Dionisio, Deméter y la humanidad).
Al mismo tiempo, puede decirse que la figura básica del Universo cambiará según la disposición de este o aquel «punto de observación». El Logos de Apolo cree estar en el centro, el fundamento, la cima del triángulo o la cima del Monte Olimpo (Parnaso). La vista desde aquí es una vista que mira hacia abajo sobre la base del triángulo. La vertical descendente del Logos solar pone en el extremo opuesto de sí misma su oposición: la Tierra plana y horizontal. De ahí la fórmula délfica «tú eres» y «conócete a ti mismo». El «yo» es el «yo» de Apolo, la cima del Olimpo. Y al igual que el camino del «yo» al «no-yo», el camino del «no-yo» (la superficie terrestre, la horizontalidad y la extensión) al «yo» debe ser estrictamente vertical (el camino del héroe hacia el Olimpo). El punto más alto de esta geometría logológica y mitológica está deliberadamente dado: todo el resto se sitúa como alejado de sí mismo, y los rayos solares que emite caen a descansar sobre el plano de la Tierra. En esta imagen, la Tierra es necesariamente plana, ya que se ve desde la cima de la montaña del mundo.
El mundo intermedio de Dionisio está estructurado de forma diferente. Su altura se eleva hasta los cielos y su profundidad llega hasta el centro del infierno. El centro de Dionisio está en él mismo, mientras que lo de arriba y lo de abajo son los límites de su camino divino, formados no por sí mismos, sino sobre el curso de los dramáticos misterios de su trágica y sacrificada muerte y de su victoriosa resurrección. El Logos de Dionisio es dinámico; encarna la abundancia y la tragedia de la vida. El universo de Dionisio difiere radicalmente del universo de Apolo, en la medida en que sus distintas visiones dan lugar a mundos diferentes. El Logos de Dionisio es un fenómeno, una estructura mutable de su epifanía. Está lejos del caos, pero no es el orden fijo de Apolo. Es una especie de combinación lúdica de ambos, un parpadeo sagrado de significados y mentes que amenazan constantemente con sumirse en la locura, una locura que se cura con el impulso hacia la Mente superior. No es el triángulo fijo de la montaña, sino el corazón palpitante y vivo que compone el lienzo paradigmático del pensamiento.
La geometría del Universo de Cibeles es completamente diferente. Por un lado, en ella podemos ver la imagen invertida de la Montaña Universal volcada en una especie de embudo cósmico. La simetría entre el infierno y el cielo fue descrita vívidamente por Dante. Los antiguos griegos creían que en el Tártaro hay un cielo negro con su propio aire (sofocante), sus propios ríos (ardientes) y su tierra (inmunda). Pero esta simetría no debe ser meramente visual, sino también ontológica y noológica. El mundo de los titanes consiste en el rechazo del orden de lo diurno. La horizontal adquiere así la dimensión de una vertical descendente, una horizontal de las profundidades. Las diferencias se funden mientras las identidades se separan. La luz es negra y las tinieblas arden y arden. Si en el mundo de Apolo sólo existe el eterno «ahora», en el de Cibeles reina el tiempo (Kronos – Chronos), donde hay de todo menos el «ahora», y en cambio sólo el «antes» y el «demasiado tarde», donde siempre se pierde el momento principal. El suplicio de Tántalo, Sísifo y las Danaides refleja la esencia de la temporalidad del infierno: todo se repite sin fin. El triángulo invertido, tal y como se aplica a los mundos de Cibeles, es lo más parecido a una «hipótesis apolínea» inversa, y así es como Apolo entiende este opuesto a sí mismo. La Madre Tierra piensa de otro modo: no tiene líneas rectas, ni orientaciones claras. Los intentos de separar lo uno de lo otro le causan un dolor insoportable. Su pensamiento es apagado, sombrío e incoherente. No puede separarse de la masa que desfigura y disuelve repetidamente todas las formas, las descompone en átomos y las recrea de nuevo al azar. Así nacen los monstruos.
Por tanto, las tres visiones del universo desde estas tres posiciones representan tres mundos en conflicto, y es este conflicto de interpretaciones el que constituye la esencia de la guerra de las mentes.
La Estación Filosófica
Considerando este modelo en términos estáticos, también podemos proponer una interpretación cinética. Es fácilmente perceptible que los tres mundos sincrónicos de este modelo pueden tomarse como representación del ciclo calendárico: la mitad superior (el reino de Apolo) corresponde al verano, el mundo inferior de Cibeles al invierno, y los mundos intermedios de Dionisio al otoño y la primavera. Estos últimos pueden interpretarse como los puntos cardinales del drama de Dionisio, su matanza sacrificial, su desmembramiento, su resurrección y su despertar. Las zonas posicionales fijas del cosmos tripartito cobran así vida y movimiento. El cambio de las estaciones se convierte en un proceso filosófico de pensamiento intenso, una manifestación de la guerra cósmica, en la que los Logoi atacan las posiciones de sus oponentes. En invierno, la tierra se esfuerza por tragarse la luz, por capturar el sol y por convertir las aguas que fluyen en bloques de hielo. En verano se celebra el orden, la fertilidad, la creación y la vida. Los ciclos de las fiestas dionisíacas marcan los momentos clave de este drama: el marchitamiento y el nuevo florecimiento.
Los Logoi entran así en una confrontación dialéctica cuya topografía espacial se plasma en una secuencia temporal. Así, el cambio de estaciones se revela como un proceso de filosofar. El ciclo natural se considera habitualmente como el opuesto directo de la historia, que consiste en acontecimientos momentáneos y no repetitivos. El historial se manifiesta allí donde se abre el ciclo: es el axioma del «tiempo axial». Por lo tanto, el simbolismo de la estación es visto por la «filosofía escolar» como la antítesis directa de la filosofía como tal. Pero este axioma es válido sólo y exclusivamente desde el punto de vista del «punto contemporáneo», una visión que sólo es posible si reconocemos el historicismo como una verdad dogmática. Derribando esta construcción en el espíritu de la revolución propuesta por los tradicionalistas, podemos proponer un modelo interpretativo alternativo: la historia puede ser vista como un gran ciclo estacional con sus propios inviernos y primaveras, y como consecuencia, sus propias intersecciones de los territorios ontológicos del infierno y del cielo. Hay épocas de Apolo, de Dionisio o de la Gran Madre que se sustituyen con cierta continuidad, en cada una de las cuales domina uno u otro paradigma, uno u otro Logos, una u otra «estación filosófica». Las épocas de dominio apolíneo esgrimen una orientación hacia la eternidad y el ser, hacia la tradición sagrada y la arquitectura heroica de la vida y la conciencia. Son épocas verticales, en las que se enciende el fuego cósmico (Heráclito). En estas épocas no hay historia, sólo existe el acontecimiento, la epifanía de la constante eternidad celestial.
La era de Dionisio se balancea entre la eternidad y el tiempo. Celebra el tiempo sagrado en las fiestas, los misterios, las iniciaciones y el éxtasis. Es un tiempo abierto, un tiempo desde el que se puede entrar en la eternidad. Pero aquí ya existe un notable dualismo entre los periodos de alegría y los de dolor (la Triterica). La mitad del tiempo transcurre en medio del «ocultamiento» de dios, su apofenia. Dios muere para ser resucitado en la Gran Dionisia. Vuelve a resucitar y reside entre los hombres (epifanía), otorgándoles el horror y el vértigo del ser sagrado.
La época de Cibeles no conoce ni la eternidad apolínea ni el entusiasmo extático del dios que muere y resucita. Es monótona y sólida. Contribuye a todo lo que es gigantesco y sobredimensionado en sentido material, pero que está privado de vuelo y de movimiento libre. Es precisamente en esta época de invierno cuando nace el tiempo duradero y «arrastrado», el que es incapaz de trascender. Aquí comienza el reinado de la temporalidad.
Aplicando esta teoría de la filosofía de las estaciones al historial fundacional de la filosofía occidental moderna, llegamos a una interesante conclusión. ¿No es esta «cultura occidental», construida sobre el principio mismo del temporocentrismo, un signo precisamente de este titánico ciclo terrenal? Si tenemos en cuenta el materialismo y la fijación exacerbada y claramente malsana de los modernos por las cosas y los fenómenos atómicos (y cada vez más microscópicos), el reinado de la cantidad sobre la calidad, de lo terrenal sobre lo celestial, y de lo mecánico sobre lo orgánico, la preponderancia de la fragmentación individualista, incluidas las normas estéticas del arte contemporáneo, entonces la noción de que nos encontramos bajo el dominio del Logos Negro parece ser una suposición totalmente probable.
En este caso, la filosofía se revela no como una ruptura radical con la naturaleza y sus ciclos repetitivos (como sugiere la evidencia del momento contemporáneo), sino como la matriz común, fundamental y ontológica de las propias estaciones. La naturaleza y sus leyes universales no son, pues, más que una forma de manifestación del Nous y de sus Logoi conflictivos, junto a la geometría, la filosofía, la mitología, la religión, la cultura y la «historia». El Nous lo organiza todo: tanto las estructuras de la eternidad como las del tiempo, tanto las transformaciones naturales como el pensamiento humano, las trayectorias de los vuelos de los dioses y los contraataques de los titanes. Así pues, el calendario y su simbolismo pueden ofrecer a todas luces una lectura filosófica. Si esta lectura es correcta, el simbolismo calendárico puede servir de clave hermenéutica para la comprensión de la historia, como ha sido noblemente fundamentado por la escuela tradicionalista. Guénon, Evola y otros representantes del Tradicionalismo identificaron unívocamente nuestra época como la del «Reino de la Noche», el Kali-Yuga, la edad final que corresponde en el mapa sincrónico y ontológico de los estados del ser al infierno y su población. Algo similar respecto al significado de la modernidad afirman prácticamente todas las tradiciones y religiones sagradas. En cuanto se renuncia a interpretar la Tradición y la religión desde el punto de vista del «momento contemporáneo», y se procura, en cambio, determinar el «momento contemporáneo» desde la posición de la Tradición y la religión, entonces todo encaja inmediatamente, y la anomalía de nuestra época se revela en todo su volumen. Vivimos en el centro del invierno, en el punto más bajo del Untergang, del descenso. En esta situación, es fácil adivinar qué Logos nos domina, qué «deidades» nos gobiernan, y qué criaturas mitológicas y figuras religiosas dirigen hoy a escala global la Noomaquia, en las guerras de la mente.
La Filosofía del Primer Logos: El Platonismo
Ahora nos queda perseguir los paralelismos entre la philo-mythia y la philo-sophia hasta su final lógico y proponer una sistematización de los tipos de filosofía en función de los mapas mitológicos y estacionales de sus universos paradigmáticos. La elección de los sectores temporales es más que amplia para hacerlo posible. Sin embargo, debemos actuar de manera convencional y, por lo tanto, tomar como punto de partida aquel período que Heidegger llamó el «Primer Comienzo de la Filosofía», el de la Grecia clásica. Sobre la base del sincronismo de nuestra reconstrucción de los Tres Logoi, deberíamos intentar identificar tres escuelas filosóficas que en un grado u otro resuenan con estos tres paradigmas correspondientes.
La filosofía de lo diurno, del apolonianismo y de la ascensión heroica y luminosa se encuentra, sin duda, en Platón y en el platonismo. Aquí tenemos la forma más elevada de este enfoque, las fórmulas axiomáticas del Logos de Luz vivamente expresadas. La filosofía de Platón está construida sobre el triángulo apolíneo, de arriba hacia abajo, y representa el modelo más perfecto de la encarnación del pensamiento diurno. El propio Platón estaba asociado a la figura de Apolo (al igual que el fundador del neoplatonismo, Plotino, varios siglos después). Platón nació el día de la fiesta de Apolo (21 de mayo/ Targelón 7, 428 a.C.) y murió el mismo día en el 348 en una fiesta de bodas. [7] A esta línea apolínea hay que añadir también la filosofía ontológica de los eleáticos (Jenófanes de Colofón, Parménides y su alumno Zenón), así como Pitágoras y su escuela.
La estructura de la filosofía de Platón cumple todos los requisitos del Logos apolíneo. En la cima de su teoría está el Uno, rodeado de ideas eternas. Es la cima del mundo divino, celestial, iluminado por la luz intemporal. El principio más elevado es el Bien, que exuda su abundancia primero sobre el mundo de las ideas (paradigmas) y luego, a través del buen Creador-Demiurgo, sobre el cosmos creado. Platón describió estas tres zonas del mundo en su Timeo, distinguiendo en particular el reino de los paradigmas (el punto de observación de los dioses, el Padre), el reino de los modelos, o «copias» e «iconos» (el Hijo), y la misteriosa khora (χώρα), el espacio o país que Platón comparó con la Nodriza o la Madre. Al describir la khora (que más tarde fue identificada por los neoplatónicos con la madre), el diálogo de Platón pierde su claridad cristalina, prestándose así a la extraña suposición de que este elemento sólo puede ser comprendido mediante un «Logos especial», que Platón llamó «bastardo» o «ilegítimo» (νόθος λόγος) [8]. La visión del dios celeste alcanza así la superficie de la tierra, los límites inferiores del mundo de las copias, pero aquí se enfrenta a sus límites, pues ya no puede ver nada susceptible de un claro discernimiento apolíneo. En el límite del día parpadea el reino de la ensoñación nocturna. Timeo (Platón) se limita a unas pocas sugerencias y postula que la khora (espacio) es un intermediario plano, más allá del cual no hay nada, y que es imposible de comprender, en la medida en que no hay nada que comprender propiamente en él. Esta khora es la visión de la espalda de la Gran Madre, un límite inalcanzable para lo apolíneo, donde comienza el infierno. Alejandro Magno, discípulo del discípulo de Platón, Aristóteles, repitió el mismo gesto cuando erigió en las puertas del Caspio un muro de cobre que cerraba simbólicamente la puerta del cosmos (=la ecumene) a las hordas salvajes del norte de Eurasia, por ejemplo, Escitia, que en la geografía sagrada griega se consideraba bajo el control de los titanes, de ahí la leyenda de que el titán Prometeo era el rey de los escitas.
Los neoplatónicos extrajeron de Platón todas las consecuencias gnoseológicas, ontológicas y teológicas posibles, coronando así la casi milenaria existencia de la Academia de Platón con un completo y único monumento al pensamiento olímpico, divino y celestial. En cierto sentido, el platonismo es eterno, y ha continuado tanto en la teología cristiana por Clemente de Alejandría, Orígenes, Basilio el Grande, Gregorio de Nisa, Juan de Damasco, Dionisio el Areopagita, Máximo el Confesor, Miguel Psellos, Juan Ítalo y Gemisto Pletón en Oriente, y por Boecio y Juan Escoto Erígena en Occidente), como en el Renacimiento e incluso en medio de la filosofía moderna.
Aristóteles: El Maestro del «Nuevo Dionisio»
El segundo Logos, la filosofía de Dionisio, puede discernirse en el orfismo, en las enseñanzas de los misterios griegos (especialmente los eleusinos), y se manifiesta más plenamente en Aristóteles. Si apenas surgen dudas respecto a la cualidad apolínea de la filosofía de Platón, la convergencia entre aristotelismo y dionisismo puede parecer, como mínimo, extraña e injustificada. Esto es así sólo porque actualmente Dionisio y el dionisismo son tratados predominantemente a través de lentes poéticos, artísticos y estéticos o sólo en relación con las orgías báquicas y los procesos extáticos. Si se establece que algo corresponde a Dionisio, es probablemente la «filosofía de la vida», el biologismo o, en el peor de los casos, el hilozoísmo. Esto significa que no estamos en absoluto dispuestos a tomar en serio a Dionisio como filósofo y no concedemos plena consideración a su función estructural en la filosofía del mundo. La cuestión es que Dionisio, en el mapa filosófico de los Tres Logoi, pertenece al mundo medio por debajo de los paradigmas, modelos e ideas superiores y por encima de los mundos dudosos y difíciles de averiguar (para el Logos apolíneo) de la Gran Madre. Esto significa que Dionisio gobierna el mundo de los fenómenos. En este caso, su filosofía debería ser una filosofía fenomenológica. Se trata de la noción de «fenómeno» a partir de φαίνω, cuya raíz puede remontarse a los significados «luz» y «realidad». La misma raíz se utiliza para formar aπόφασις («ocultación»), επιφάνια («revelación», «epifanía»), así como λόγος αποφαντικός, que Aristóteles empleó para expresar la «expresión declarativa», elemento fundamental de su lógica. Dionisio también está estrechamente asociado a los ciclos de «fenómenos» y ocultaciones, a los ritmos de cambios que componen la estructura de la vida religiosa y, en consecuencia, el paradigma del tiempo sagrado de sus adeptos. Pero el punto principal es que la filosofía de Aristóteles, que replanteó la doctrina de las ideas de Platón, la descartó, y comenzó a construir sus teorías sobre la base de nada menos que el «fenómeno» situado en la frontera entre la forma y la materia, entre μορφή y ύλη. Por un lado, el fenómeno se eleva a la vertical divina del eidos (είδος), pero a diferencia de la idea platónica, el eidos se conceptualiza aquí como estrechamente ligado a su fundamento material y no fuera de él. Se trata, pues, de una auténtica «filosofía intermedia» situada estrictamente entre el Logos de Apolo y el Logos de Cibeles, que se desenvuelve en la zona ahora cedida a la mitología (philo-mythia) de Dionisio, y que pretende tener una estructura completamente autónoma capaz de emitir juicios sobre lo que es superior y lo que está por debajo de ella en base a sus propios criterios. Es muy probable que el gran interés de Heidegger por una lectura profunda y fresca de Aristóteles se inspirara precisamente en esta clara conciencia del hecho de que además de Aristóteles el Lógico, más allá del creador de la primera ontología (metafísica) como se acostumbra a calificarlo en las teorías del historial europeo occidental, hay otro Aristóteles: Aristóteles el Fenomenólogo. Este Aristóteles intenta superar algo parecido a las iniciativas de Husserl y Heidegger con respecto a Platón – sólo que no dos milenios y medio después de Platón, sino inmediatamente. Intentaremos ilustrar esto con más detalle en otro capítulo.
Por ahora podemos señalar la estrecha relación entre Aristóteles y su alumno real, Alejandro Magno. Según las creencias de los griegos devotos, el padre de Alejandro era el propio Zeus, que se acostó con su madre Olimpia, una sacerdotisa del culto a Dionisio, en forma de serpiente (como con Perséfone, la madre de Zagreo) durante las orgías báquicas, por lo que Alejandro fue venerado como el «Nuevo Dionisio.» No se puede descartar que la marcha de Alejandro a la India fuera producto de su propia fe personal en este asombroso relato. No es menos sorprendente que tal iniciativa –extremadamente difícil y peligrosa en términos militares – se viera finalmente coronada por un éxito sin precedentes, ya que Alejandro Magno, el Nuevo Dionisio, logró efectivamente establecer un colosal Imperio que unió Oriente y Occidente en un único espacio cultural y de civilización.
Otro modelo, algo posterior, de la filosofía dionisíaca se puede discernir en el hermetismo de la Antigüedad tardía, que representaba su propio tipo de síntesis de fragmentos de las culturas egipcia, caldea, iraní y griega con toda una serie de ideas y modelos tomados del orfismo y del arsenal de misterios. Hermes, al igual que Dionisio, era un dios, pero a diferencia de muchos otros dioses se distinguía por su movilidad ontológica, su poliformismo y su capacidad de moverse rápida y dinámicamente por todos los niveles del mundo, desde las alturas del Olimpo hasta las profundidades del Tártaro. Los griegos creían que Hermes era un psicopompo, el «conductor de almas», el que conducía a los muertos al infierno y a los héroes al Olimpo. La filosofía que se articulaba en torno al elemento de Hermes se distinguía también por su diversidad híbrida, su dinamismo y su polisemanticismo dialéctico característico del mundo medio. El hermetismo puede verse como una sombra de la fenomenología lógica aristotélica: aquí se emplean con más ahínco la philo-mythia, las cualidades paradigmáticas, las figuras del ciclo mistérico y las metáforas misteriosas del ciclo planetario-mineral que los procedimientos de la razón consciente que Aristóteles y sus seguidores emplearían con tanta prioridad. Sin embargo, la diferencia sustantiva en la estilística no debe ocultarnos los puntos comunes del enfoque fundamental y paradigmático de estos dos tipos de filosofar: pertenecen a un mismo nivel noológico, como dos brigadas de un mismo ejército, que actúan solidariamente en el curso de la Noomaquia. Podemos ver esta tendencia a la síntesis por parte del espíritu hermético y del aristotelismo en la Estoa y, más tarde, en la Edad Media, en el aristotelismo escolástico (el de Albertus Magnus, Roger Bacon y Tomás de Aquino) y en la sombra duplicada por los tratados alquímicos (con razón o sin ella, pero reveladora) atribuidos a los clásicos de la escolástica racionalista.
La Filosofía de los Castrados
¿Cuál será entonces la tercera filosofía correspondiente al Logos Negro de Cibeles? En la visión solar platónica, sólo podemos obtener una visión externa, «celeste», que ve como su fondo a la khora (Χώρα), el espacio de la película sutil del movimiento caótico de las partículas dispersas aún no formadas por el demiurgo ordenador. Χώρα viene de la misma raíz que el «caos» mitológico, χάος, que significa «bostezo», o literalmente «abrir las fauces», «liberar el espacio vacío». En lugar del voluminoso «caos» que crea la tridimensionalidad del vacío desordenado, Timeo ve una película que se resiste a ser comprendida por el logos apolíneo clásico y cuya comprensión exige caer en el sopor, perder la claridad y el rigor, y degeneración.
Aristóteles presta mucha más atención a la «materia», ύλη. Ésta se convierte en un componente necesario del ser, sin el cual, como sin el «sujeto» (ὑποκείμενον), no puede haber ser (a diferencia de las ideas platónicas, que son lo que es: το ὄν). En consecuencia, la materia adquiere una cierta dimensión ontológica positiva que es fundamentalmente superior a su estatus en el platonismo. La cosa como fenómeno se sitúa en el primer plano del sistema de Aristóteles, y todos sus rasgos son concebidos como apéndices de su presencia real, cuyo papel esencial lo desempeña la materia. Así, en el espíritu del Logos de Dionisio nos hemos acercado sustancialmente a la zona de la materia y de la Madre. Este materialismo particular, implícito en Aristóteles, fue retomado por los estoicos que, combinando esta doctrina con las de los presocráticos, construyeron un modelo desarrollado de materialismo racionalista en el que incluso al Logos se le asigna el estatus de elemento material. Los estoicos primitivos y tardíos (con la excepción de los medios, concretamente Panecio y Posidonio, que intentaron combinar el estoicismo con el platonismo, apartándose así del sistema principal de esta filosofía) pueden considerarse el escenario límite de la filosofía aristotélica, en la que el centro de atención se desplaza a la materia como su límite inferior. Sin embargo, la forma, el eidos, sigue siendo el polo fundamental del fenómeno y, como consecuencia, no puede reclamar el papel de ser la filosofía de Cibeles. En cambio, ésta corresponde a una tradición filosófica diferente, nacida en la ciudad tracia de Abdera y transmitida desde Leucipo, pasando por Demócrito, Epicuro y los epicúreos, hasta el filósofo romano Lucrecio Caro. Esta constelación de pensadores es la más cercana a las estructuras del Logos Negro.
Demócrito construyó sus doctrinas sobre la negación completa del orden vertical apolíneo, avanzando así no de arriba a abajo (como los platonistas), sino de abajo a arriba. La filosofía de Demócrito se basaba en dos nociones: la partícula mínimamente indivisible (el átomo), y el vacío, o el «Gran Vacío». Éste es el pilar del ser que subyace a todos los fenómenos formados a partir de la interacción de los átomos que se mueven caóticamente según las leyes de la isonomía, es decir, en cualquier dirección y combinación posibles. El alboroto ciego de las partículas esparcidas se convierte en vórtices que constituyen conjuntos organizativos, pero el orden mismo, incluidos los eidoi, las figuras, los cuerpos y los procesos, está conformado por las leyes aleatorias de las combinaciones aleatorias. espacio cultural y civilizatorio.
Así, Demócrito sostenía que los dioses son esencialmente un cúmulo alucinante de átomos y, como tales, no son eternos, sino que son capaces de aparecer en sueños para informar a una persona dormida de acontecimientos menores o simplemente para asustarla. No hay armonía ni lógica inmanente en el mundo, todo carece de sentido. Viendo el mundo como un accidente insignificante, Demócrito se reía de cualquiera que tratara el ser con seriedad y solemnidad, ganándose así el epíteto de «el filósofo que ríe». Aquí podemos ver la típica representación del nacimiento de Gea como un monstruo con muecas y forma de gusano que imita la conciencia humana de un fantasma condensado (εἴδωλον). Los habitantes de Abder consideraban que Demócrito estaba loco. Demócrito pasaba todo su tiempo libre -y todo su tiempo era libre, pues era un parásito que vivía de su herencia – en el cementerio o en los vertederos de la ciudad. En el espíritu de su sistema general, Demócrito no creía en la eternidad, el alma o la inmortalidad, sino únicamente en el accidente y en el Gran Vacío del Universo muerto y alienado.
Aquí podemos ver un vívido ejemplo de la noche mística, el desplazamiento de la conciencia hacia el lado opuesto, hacia la identificación con las fuerzas ciegas, invisibles o fantasmales de la materia, el desorden y el caos, es decir, la filosofía de la Noche. Platón tenía toda la razón al ver en Demócrito y sus atomistas enemigos existenciales, portadores del elemento ctónico, titánico. Es revelador que Plotino comparara directamente a los atomistas con los sacerdotes castrados de la Gran Madre (los gallos) y subrayara que el eunuco es el único verdaderamente estéril: mientras que la mujer puede servir de hábitat de la maduración de un feto, el castrado encarna la vanidad última y la impotencia absoluta.
Ideas similares se desarrollaron en la filosofía de Epicuro, que redujo toda la realidad al mundo sensual y reconoció la doctrina de los átomos, rechazando así no sólo el ser de las ideas platónicas, sino también las formas/eidoi de Aristóteles. Para Epicuro, que creía en muchos mundos, los dioses son como cohesiones perfectas de átomos en completo aislamiento de las personas (entre los mundos) que no influyen en nada. Epicuro creía que la felicidad era la completa indiferencia (ἀταραξία). En la medida en que los dioses son felices, deben ser indiferentes hacia todo y, por consiguiente, no participan en la vida del universo ni en el ser de los pueblos, por lo que su presencia, completamente inmanifestada, es esencialmente idéntica a su ausencia – de ahí la noción de deus otiosus, o del «dios perezoso y ocioso» atestiguada en diferentes sistemas religiosos y mitológicos. La gente suele estar inclinada a olvidar rápidamente a tales dioses.
En este caso, el alma del hombre es tan mortal como su cuerpo. Epicuro creía en la evolución de las especies, postulando que las fuerzas materiales se desarrollan desde las formas más simples hacia la aparición de seres más organizados. Además, Epicuro consideraba que el objetivo de la vida era el placer. Una exposición completa de los puntos de vista epicúreos se presentó en el poema de Lucrecio Caro, que sintetizó los aspectos filosóficos del Logos Negro con una serie de mitos ctónicos relacionados con los orígenes de los hombres, los rendimientos menos perfectos de la Tierra que los precedieron y las formas que aún no han evolucionado en el ámbito del mundo animal y vegetal que conocemos.
En Demócrito, Epicuro y Lucrecio Caro tenemos un panorama desarrollado de la filosofía de los Titanes que dio forma al Logos de la Gran Madre y sistematizó sus procedimientos y conceptos básicos. Esta es la sede intelectual de la Titanomaquia activa en el plano filosófico, religioso y cultural. Es uno de los tres polos principales de la guerra de las mentes, la Noomaquia. En este ejército de pensadores del régimen nocturno místico, también podemos ver que ni siquiera es lo que piensa la propia Gaia, sino los productos de su autofecundación partenogenética, productos de su creación, movilizados en su ejército, generados por la privación, la pobreza y la carencia, es decir, las cualidades básicas del elemento material.
Los neoplatónicos consideraron que la filosofía castrante del materialismo era una burda violación del sano sentido y relacionaron sus principios principales con las cuatro hipótesis finales del Parménides de Platón relativas a la negación de la existencia del Uno. Así pues, se trata de una filosofía del universo que, desde un punto de vista apolíneo, simplemente no puede existir, no puede ni debe existir.
La Relevancia de las Tres Filosofías
Habiendo examinado la visión vertical y sincrónica de las escuelas filosóficas de la Grecia clásica, hemos dividido éstas en tres tipos y polos correspondientes a los Tres Logoi. Las figuras principales de estas tres sedes de la Noomaquia están representadas por Platón (y los platonistas), Aristóteles y Demócrito (y Epicuro).
Los platónicos defienden la verticalidad cuando existe, y luchan por su restauración cuando ha sido sacudida. Su filosofía puede cambiar su superestructura según el estado del mundo en el que se encuentre el platonista, y según la naturaleza de la estación filosófica. Si Apolo, Zeus y los dioses del Olimpo se aferran al poder sobre la ciudad, el pueblo, el país y la civilización, los platónicos actúan como conservadores. Si los platonistas se sitúan en el contexto del Logos movedizo, parpadeante y dramático de Dionisio o Hermes, se inclinarán por la restauración, por elevar a Dionisio e impedir que vuelva a descender. Finalmente, bajo la realidad del infierno, bajo el control del Logos Negro de la Gran Madre, los platónicos cumplirán el papel de revolucionarios radicales, de extremistas filosóficos que desafían la magia sugestiva de las mentiras materiales.
Los aristotélicos, por su parte, pueden teóricamente existir de forma armoniosa en los sistemas idealistas o aceptar ciertas posiciones del materialismo. La Estoa nos demuestra los límites de lo realizable.
Por último, los atomistas sensualistas desempeñarán el papel de nihilistas revolucionarios en un orden platónico, y gravitarán hacia interpretaciones materialistas de sistemas «dionisíacos» intermedios (destacando las similitudes entre Dionisio y el Hades en Heráclito de acuerdo con la lógica de «bajó al infierno y se quedó allí»). En la zona de la cultura ctónica, por el contrario, se encontrarán con el estatus de apologistas, defensores y guardianes del orden de las cosas.
El sistema general de la cultura de la Grecia clásica se construyó sobre el reconocimiento implícito del elemento olímpico y, en consecuencia, de la filosofía apolínea (incluyendo el platonismo, los eleáticos, los pitagóricos, etc.). Sin embargo, ya entonces esta corriente, más allá de sus rasgos conservadores, presentaba elementos restauracionistas e incluso parcialmente revolucionarios, como en las ideas políticas de la unión pitagórica o en las reformas que Platón propuso al tirano de Siracusa, Dionisio (así como a su hijo). En gran medida, representaban proyectos revolucionarios de vanguardia destinados a devolver todo el poder a los dioses solares que se habían desviado un poco hacia poderes más mundanos y menos perfectos.
Después de Aristóteles, la filosofía pasó a ser dominada por los estoicos con su enfoque fenomenológico y su importante cuota de materialidad (en la medida en que la materia era considerada la sustancia vital del «pneuma» e incluso del propio Logos). Los estoicos fueron los primeros en articular claramente la filosofía del Imperio de Alejandro y luego de Roma. Aunque el atomismo y el epicureísmo nunca fueron tendencias dominantes en la Grecia clásica, se desarrollaron libremente y atrajeron a la «filosofía del jardín» a un número importante de mentes nocturnas en busca de placer.
En la Edad Media se impuso el aristotelismo, desplazando a la periferia tanto al platonismo como al materialismo, el sensualismo y el atomismo. En este sentido, el debate sobre los universales en la escolástica católica reflejó el sentido esencial del equilibrio de fuerzas medieval de Noomaquia: El tomismo/realismo aristotélico se impuso al idealismo/platonismo de Escoto Erígena, por un lado, y al nominalismo/materialismo de los franciscanos (Johannes Roscelin y Guillermo de Ockham), por el otro.
La modernidad se distinguió por el ascenso gradual del Logos de Cibeles. Galileo y Gassendi resucitaron el atomismo, y el nominalismo se convirtió en la base del método científico. El materialismo se convirtió así gradualmente en el criterio de cientificidad. La eternidad fue rechazada y sustituida por la absolutización del tiempo, el historicismo y, finalmente, la idea de progreso. Como en la filosofía de Epicuro, Dios se convierte primero en «ocioso» (deísmo) y «lógico» (el «dios de los filósofos»), y luego cede al ateísmo puro (el «Dios ha muerto» de Nietzsche). Se piensa que el alma humana es mortal y luego pasa a ser considerada como la «psique», es decir, la continuación sublimada del organismo físico. La doctrina de la estructura atómica de la materia viene a fundar el mapa físico del mundo de la Modernidad, y la apertura de este vacío nos devuelve al Gran Vacío de Demócrito. El espacio se vuelve isotrópico y el principio de isonimia de Demócrito se convierte así en dogma.
La modernidad, pues, es el inicio del invierno filosófico, marcado por el dominio de la Gran Madre de la Materia. Los Titanes asaltan la morada de los dioses. La noche triunfa sobre el día. El místico nocturno subyuga las filas del heroico diurno. Así surge la era de las masas, de la gravedad (la gravitación universal de Isaac Newton) y – en palabras de René Guénon – el «reino de la cantidad». En el contexto de la Noomaquia, se trata del desplazamiento del centro de atención de la montaña paradisíaca al embudo del infierno, de la cima y la cima al fondo del pozo cósmico. En tal situación, el platonismo y sus ecos, es decir, los restos del ejército de los dioses, los partisanos del Olimpo, pasan a la clandestinidad, al ámbito de la mística periférica, de las «sociedades secretas», de los «revolucionarios conservadores» y de los «conspiradores que conspiran para restaurar la Edad de Oro». En el siglo XX, su manifiesto programático se articuló en los libros de René Guénon, en primer lugar La Crisis del Mundo Moderno y El reino de la cantidad y los Signos de los Tiempos (así como otras obras de Guénon) [9], y de Julius Evola La rebelión Contra el Mundo Moderno, El Misterio del Grial y Cabalgar el Tigre (así como el resto de la obra de Evola) [10].
Encontramos el Logos dionisíaco en la modernidad en el hermetismo y en el romanticismo europeo, como en la dionisología de Schelling o en el dionisismo cristiano de Hölderlin, así como en los numerosos círculos místicos y organizaciones secretas que se interconectaron estrechamente en las circunstancias de la existencia dentro de una clandestinidad común frente a la dominación de un enemigo común: los titanes. En el siglo XX, esto se manifestó más claramente en un fenómeno como el «tradicionalismo blando» (término de Mark Sedgwick), que busca no tanto oponerse como reconciliar la realidad terrenal con el Logos celestial. Puede decirse que un prototipo paradigmático de este enfoque está representado por el grupo de pensadores asociados de un modo u otro a los seminarios Eranos, formados en torno a Carl Jung, Mircea Eliade, Louis Massignon, Henry Corbin, Gershom Scholem, T. Suzuki, Karl Kerényi, y más tarde Gilbert Durand y otros. La filosofía religiosa rusa, y principalmente la sofiología, pertenece a este tipo. En la filosofía europea, esta corriente incluye la fenomenología, y especialmente a Martin Heidegger. La llamada de Nietzsche a apelar a la figura de Dionisio fue, pues, escuchada por representantes de diferentes corrientes de la filosofía.
Bajo la dictadura de los Titanes, el Logos de Apolo y el más flexible y sutil Logos de Dionisio (el Logos Oscuro) se encuentran en una posición subordinada. Los principales golpes se asestan a los oponentes directos, como los platónicos, pero también a los representantes del elemento dionisíaco que, teniendo una participación natural en lo divino, también son objeto de la agresión de los hijos de la Tierra. Al fin y al cabo, Dionisio-Zagreo fue desmembrado por los Titanes, y éstos siguen destrozándolo hasta el día de hoy.
El sincronismo y el diacronismo cíclico de este mapa noológico y de este calendario nos permiten, pues, discernir la Tradición y la Modernidad como zonas espaciales de ontología coexistentes y como tipos de dominación sucesivos y agónicos de uno u otro paradigma. En la Noomaquia hay posiciones de partida, zonas de base y teatros de operaciones militares en los que el control de una u otra altura cambia de manos en el curso de dramáticas y dinámicas batallas. En la medida en que, según Platón, «el tiempo es la imagen de la eternidad», el tiempo consiste tanto en la semejanza de la eternidad como en su impropiedad. Esta última consiste en la diacronicidad del orden del desarrollo de las estaciones filosóficas, de la dinámica concreta de las operaciones militares y de los desplazamientos de los episodios de la Titanomaquia (así como de la Gigantomaquia y, más generalmente, de la Noomaquia). La semejanza de la eternidad es máxima en la cima del Olimpo, donde el tiempo se funde con la eternidad, y es mínima en la Gran Medianoche, donde solamente hay tiempo. Este punto de la Gran Medianoche es la culminación de la Noomaquia, el momento del Endkampf, el Ragnarök, la batalla final, el lugar y el momento de la Decisión (Entscheidung). Es aquí, en la zona más alejada del reino de Zeus, en el período del abandono por el Ser (Seinsverlassenheit), durante la Noche de los Dioses (Gottesnacht), cuando los dioses han huido (der Flucht der Götter) y cuando el Olimpo, según el Oráculo final, ha caído, donde se revela el misterio final de Dionisio, el misterio del único dios capaz de penetrar hasta el fondo del infierno. Heidegger hablaba del Untergehende, el que desciende al infierno sin ser él mismo el infierno, el que entra en el tiempo y es desgarrado por él pero sigue siendo, en esencia, una gota de eternidad. Este es el corazón de Dionisio salvado por Atenea: es todo lo que queda tras la realización exitosa del plan diabólico de los Titanes.
El tiempo se impone por completo a la eternidad, purgándola, convirtiéndose sólo en su impropiedad, en su simulacro, en una copia sin original, pero sólo por un momento. Deja de durar cuando pierde su semejanza con la eternidad, de la que es imagen. Por supuesto, el tiempo lo niega y trata de presentar su ser privativo como autosuficiente. Tal es la esencia de la sublevación de la Tierra y sus monstruos contra los moradores del Cielo, de los Cielos. La semántica del Fin de los Tiempos y la batalla por el Fin de los Tiempos, es decir, la batalla por el «fin de los tiempos», está constituida por esta proporción entre autonomía y dependencia.
Y aquí es el momento de recordar el nombre de Dionisio: «El sol de medianoche». Se trata de una paradoja, pues la noche es noche porque no hay sol. Pero, ¿dónde está el sol en la noche? ¿Dónde están el calor y la vida durante la estación del invierno filosófico? ¿Dónde está el cielo cuando gana la Tierra? ¿Adónde huyen los dioses? Esta es la pregunta de Dionisio, su ocultación, su epifanía, su esencia y su corazón. Esta es la pregunta principal de la Noomaquia.
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Notas:
[1] Alexander Dugin, In Search of the Dark Logos: Philosophico-Theological Outlines (Moscow: Akademicheskii Proekt, 2012).
[2] Gilbert Durand, Les Structures anthropologiques de l’imaginaire (Paris: Borda, 1969).
[3] Alexander Dugin, Sotsiologiia voobrazheniia. Vvedenie v strukturnuyu sotsiologiiu (Moscow: Akademicheskii Proekt, 2010).
[4] Alexander Dugin, “Noch’ i ee luchi”, in Radikalnyi Sub’ekt i ego dubl’ (Moscow: Eurasian Movement, 2009).
[5] Plato, The Dialogues of Plato. Translated by B. Jowett (Oxford: Oxford University Press, 1892). Russian edition: Platon, “Sofist” in Fedon, Pir, Fedr, Parmenid (Moscow: Mysl’, 1999).
[6] Vicente Ferreira Da Silva, Transcendencia do mundo (Sao Paulo: E Realizacoes, 2010).
[7] Según la leyenda, la tumba de Platón en la Academia llevaba la inscripción «Apolo engendró dos hijos, Asclepio y Platón, el uno para salvar el cuerpo y el otro el alma».
[8] Ver: Alexander Dugin, Martin Heidegger: Vozmozhnost’ russkoi filosofii (Moscow: Academic Project, 2011).
[9] Ver: René Guénon, La Crisis del Mundo Moderno; Ibidem, El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos.
[10] Ver: Julius Evola, Revuelta Contra el Mundo Moderno; Ibidem, El Misterio del Grial; Ibidem, Cabalgar El Tigre.
Entrada original: http://www.4pt.su/en/content/three-logoi-introduction-triadic-methodology-noomakhia; https://www.geopolitika.ru/en/article/three-logoi-introduction-triadic-methodology-noomakhia
Traducción: Francisco JavGzo