por Patricio Villena
Más de una vez, en los pocos años que llevo recorriendo la fauna del nacionalismo blanco y de la tercera posición, pocos años que, aún así, representan más de la mitad de mi vida, he visto y oído comentarios referentes a que la genética y lo biológico es, prácticamente, todo.
En cierto punto y de cierta manera, esta apreciación es real y correcta, toda vez que si lo biológico se pierde definitivamente el resto ya poco importa, puesto que una vuelta hacia la realidad genética perdida es casi imposible.
Pero ni en el pasado hemos llegado a ese punto, donde la genética se pierde del todo, ni hoy lo hemos hecho, aunque cada vez estemos más cerca de ese temido abismo sin retorno.
Hoy el problema no son principalmente los genes, que, si bien día a día se van difuminando en distintos lechos y salas de parto de alrededor del mundo, generando una tasa de reemplazo difícil de remontar, aun no se encuentran en un peligro frontal de extinción, porque sí, la población blanca es minoría ¿pero cuándo no lo ha sido?
Personalmente concibo el mayor peligro (si bien reconozco que nuestro problema es la suma de una serie de factores que nos tienen contra las cuerdas) en la inexistencia de un componente cultural que genere cohesión, arraigo y sentimiento de pertenencia, más que en el importantísimo factor biológico que hoy se encuentra en declive.
Familias blancas abundan en el mundo, personas blancas uno ve deambular por todas partes, niños blancos nacen con frecuencia (una frecuencia menor a lo deseado, pero que existe) pero ¿qué son esas personas y esos nacimientos? Nada más que una cáscara, un conjunto de células que, por las casualidades de la vida y la fortuna y no por un deseo profundo, por lo menos en la mayoría de los casos, mantuvieron la línea de sus ancestros sin romper esa cadena que nos une a la historia de nuestro pueblo.
Si nos fijamos en los pueblos que han conformado a lo largo de la historia nuestra realidad y que hoy ya no vislumbramos, pudiendo nombrar como ejemplo a los celtas, ellos siguen ahí físicamente, pero han dejado de existir culturalmente. Caminan por los mismos territorios que en el pasado fueron sus reinos, pero la adopción, a la fuerza o no, de una cultura y visión del mundo diferente a la que su recorrido natural hizo brotar, los ha apartado de aquello que ellos mismos estudian hoy como cultura celta – recuerdo, cuando era un niño, haber visto una noticia donde hablaban de que había muerto en Irlanda la última mujer que hablaba la lengua celta.
En la actualidad, la mayoría de estos pivotes biológicos europoides, si es que sienten alguna vinculación con sus raíces, ésta suele provenir desde la esquina de la vergüenza y el desprecio. Estas personas, si llegan a tener descendencia blanca, les suelen inculcar vergüenza y menosprecio a sus crías por lo que son y por lo que representa su gente.
Ese es el problema que debemos enfrentar y no concentrar todos los esfuerzos en una cuestión biológica que, si bien es importante, si el resto no existe, ese factor cultural que forma parte preponderante de la identidad visible en una comunidad, tarde o temprano terminará por diluirse hasta desaparecer.
Es por ello que, así como parte importante de nuestra lucha está en la cama, también lo está en los trabajos, en las universidades, en las reuniones con amigos y familia; está en la calle.
Cada vez que, por ejemplo, una persona dice que acá llegó lo peor de España y que a eso se debe la «mala raza», que los diferentes colonos europeos que poblaron América del Sur no son más que un puñado de ladrones, que sin la llegada de europeos seríamos un continente mejor, entre otras descalificaciones y acusaciones carentes de razón, y nosotros guardamos cobarde silencio, parte de la lucha se pierde en dicho instante, porque otro criollo puede haber oído y, como la gente se traga a la primera los mantras que el progresismo lanza, en su cabeza quedará dando vuelta la idea de que sus ancestros no produjeron nada más que daño y partirá corriendo a abrazar la popularizada idea del mestizaje generalizado y las raíces aborígenes de todos los habitantes de América, junto con la mirada despreciativa al europeo que cada vez cala con más fuerza entre la «clase media», donde un sector importante de la población criolla tiene su nicho. Porque, seamos sinceros, a nadie le gusta estar del lado de los perdedores o de los malos de la historia.
Esa lucha cultural, tan importante para nuestro futuro, hace rato que la venimos perdiendo. La apatía y el individualismo han hecho lo suyo, impulsando a aquellos concientes y orgullosos de lo que son a refugiarse bajo cuatro paredes, concentrarse en la crucial misión de formar familia, pero abandonando a la tribu y guardando silencio ante los ataques constante que sufrimos como comunidad.
Si no logramos contraatacar en esta lucha cultural, si no conseguimos que nuestros niños nuevamente sientan orgullo de lo que son, si no vuelven a soñar con ser aquellos grandes hombres de nuestra historia antes que el futbolista de moda, si no rompemos con nuestras históricas rivalidades con miras a forjar una comunidad de destino, si no interiorizamos la importancia del «Ellos» y el «Nosotros» (más allá del respeto que siempre debe existir), por más que miles y miles de niños blancos nazcan diariamente, tarde o temprano la máquina del Sistema nos pasará por encima… como lo está haciendo ahora.