por Jack Donovan
Siempre ha sido el camino de los hombres el identificar un grupo de amigos, aliados y parientes, marcar un perímetro alrededor de ellos, pelear para protegerlos y el avanzar hacia la consecución de sus intereses.
La ausencia de una identidad social – de pertenecer a un grupo claramente definido – trae a la memoria la fantasía hobbesiana del “todos contra todos”, donde los hombres no tienen amigos y donde todo hombre, mujer o niño es un enemigo potencial. Este mundo sin amigos y de baja confianza es caótico, inhumano y temporal.
Uno podría imaginárselo cinematográficamente en alguna especie de planeta-prisión de ciencia ficción donde extraños de diferentes mundos, que hablan idiomas distintos, son dejados para arreglárselas por si mismos. O quizás en el escenario post-apocalíptico de un desastre en una ciudad cosmopolita donde los desplazados luchan para sobrevivir entre extraños.
Pero ya saben cómo termina esa historia. Incluso si tienen que usar lenguaje de señas, la gente buscará alianzas. Los débiles buscarán protección. Los fuertes buscarán a otros fuertes para que los ayuden a sobrevivir, y para proteger y aumentar sus recursos, cargos y dependientes. Estas alianzas traerán un sentido de orden y dirección al caos y la desorientación.
El orden exige violencia, pero el impulso al orden es producto de la identidad. Ya sea un asunto de que “nosotros” decidamos cómo proceder o de que “nosotros” decidamos cómo controlarlos a “ellos”, el orden no puede ser establecido o mantenido sin acciones colectivas coercitivas. La violencia ordenada es violencia coordinada por aliados – lo opuesto a la caótica pelea de todos contra todos.
Estas alianzas son la raíz de la identidad colectiva, y con el tiempo cualquier “nosotros” desarrollará su propia cultura interna – al principio, quizás solo sea una colección de chistes mutuamente comprendidos, recuerdos colectivos, historias compartidas y reconocimiento de preferencias similares. Con el tiempo y con algo de creatividad humana, estos intercambios pueden derivar en una rica y completamente distinta identidad cultural. Estas culturas son el producto de la separación y la discriminación. Estas sólo pueden florecer y conservarse mientras las fronteras entre los de adentro y los de afuera sean preservadas y observadas.
Los hombres que no tienen una identidad colectiva – que no tienen alianzas fuertes o sentido de pertenecer a un grupo en particular – son unos errantes que dependen de un sistema grande de reglas que venga de arriba. Los humanos son animales sociales. El solitario que quiere estar solo es una desviación anómala – sin importar cuan romántico sea el arquetipo del vagabundo individualista. Al solitario esencialmente le falta la mitad de su identidad. No tiene orientación ni contexto.
Este fluido estado de caos hace a los humanos nerviosos, por lo que frenéticamente adoptan símbolos que los identifican con algún grupo de personas, sin importar lo superficial, transitorio o inconsecuente que ese grupo pueda ser. Esta desesperación es explotada por la cultura consumidora burguesa que alienta a la gente a identificarse y a agruparse de acuerdo a sus hobbies, preferencias de entretenimiento y otros órdenes de adquisición material.
Las identidades de consumidores son desechables, superficiales y están sujetas a la moda o a la circunstancias. Últimamente, se han probado insatisfactorias porque una identidad que puede ser rápidamente desechada o reemplazada, o que puede coexistir con identidades con las cuales compite o está en conflicto falla en estabilizar la propia imagen después de que su impulso inicial se ha acabado. Esto crea una actividad sin fin que hace que el mercado busque nuevas identidades de consumidores y más afiliaciones sin importancia. Estas conexiones poco significativas y cambiantes siempre dejan suficiente vacío para esa pregunta persistente y miradora-de-ombligo que se hacen las mentes solitarias y cosmopolitas:
“¿Quién soy?”
Un hombre que se ha ganado su lugar en un grupo de hombres sabe quién es. Un hombre que sabe quién es “nosotros” no se tiene que preguntar “quién es él”. No tiene que meditar en cada dendrita de su copo de nieve espiritual para “encontrarse a si mismo”. Su identidad personal está en él mismo y se relaciona con su identidad social. Su idea de si mismo no es un sueño ni un capricho, sino que es repetidamente verificada y evaluada por sus pares. Su yo está balanceado por su súper yo.
Imaginen la sorpresa de tribus de los bosques y de aldeanos si pudiesen ser colocados frente a frente con los frívolos y desarraigados occidentales que viajan a Sudamérica o al Lejano Oriente en busca de “iluminación” o “significado”.
La identidad social es el significado. Es el “por qué” que sigue naturalmente al “nosotros”. Sin un firme contexto social, los humanos están desorientados y las acciones se vuelven relativamente arbitrarias e insignificantes. Identidad social es orientación social. Es el punto de partida desde el cual se extiende la lanza.
La identidad es la raíz que provee una razón para la acción.
La identidad lo es todo y todos dentro del perímetro. Es el súper yo que le da un contexto al ego, el hogar natural del ego – el hogar del ser.
Esencialmente, la identidad tribal es todo lo que importa.
Traducción por Sebastián Vera.
Extraído del libro «Becoming a Barbarian», Dissonant Hum, 2016, pags. 27-30.
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