Hernán Montecinos

Un tema recurrente entre identitarios de América, y específicamente entre aquellos de habla hispana, es el buscar un símbolo de unión para nuestra idea, el identificarnos con un concepto que sea universal para nuestra herencia, para incluir –dentro de lo posible– a todos los eurodescendientes de América.

Es parte de esta búsqueda el mirar a nuestra herencia mayoritaria e inmediata, que correspondería a la herencia hispana, representada por el símbolo imperial del Aspa de Borgoña en un romántico intento de revivir la grandeza de un imperio –y sus valores– que, siendo objetivos, no volverá.

Las preguntas que debemos responder primero, entonces, serían de dónde nace este proceso identitario denominado hispanidad, cuáles son sus raíces y cuáles son sus pros y contras, para luego preguntarnos si nos identificamos plenamente con este símbolo, o tal vez plantearnos el crear uno nuevo, el que una, de una vez por todas, a los criollos conscientes de su herencia, no sólo a quienes desciendan de la Hispanidad.

El Imperio Español  necesitaba  de algún modo administrar su vasto territorio, y para cumplir este propósito requería necesariamente que la población de sus dominios fuera lo más homogénea genética y culturalmente posible. Para esto, comenzó desde el momento en que puso pie en nuevas tierras un proceso de evangelización e hispanización en la población nativa; el problema era evidente: la imposición de  la universalidad del cristianismo causó un proceso cada vez más grave de mestizaje de la población, lo que tuvo como consecuencia que la población europea fuera cada vez más minoritaria en las colonias; esto, sumado a la masiva emigración de los peninsulares, estaba causando graves problemas demográficos a la metrópoli.

Así, desde el punto de vista étnico, el imperio, en las colonias sobre todo, cayó en un proceso de mestizaje cada vez más evidente que ni siquiera con las leyes de castas coloniales se pudo detener.

Luego de la independencia de las colonias, con la desaparición de la ley de castas y la entrada abiertamente de las antiguas castas de bajo nivel a los centros de poder, los niveles de mestizaje en la población se dispararon, confundiéndose incluso el término criollo con el de mestizo (probablemente, producto de algún complejo de inferioridad no superado).

Desde el punto de vista cultural, pasado el proceso de estabilización de los nuevos estados, los nuevos poderes (que también se manifiestan a través de las corrientes de pensamiento) también buscaron formas de homogeneizar  –esta vez, sólo culturalmente– a la población con alguna idea universalista: la primera solución fue inventar una identidad mestiza imponiendo la idea de criollo=mestizo; y la segunda, más contemporánea, es crear la idea cultural de “hispanidad” nacida durante el siglo XX en círculos político-culturales de Izquierda en España. La idea en sí es bienintencionada: crear lazos de hermandad entre los descendientes culturales del imperio español, pero hay algo que se les escapa a los defensores identitarios culturales de esta idea en América: hablar de etnoidentitarismo es la antítesis de todo –ismo étnicamente ciego, por lo tanto, no podemos confundir  la idea cultural (que puede tomar ribetes universalistas y mestizos) de hispanidad con la idea étnica de identitarismo eurodescendiente plasmado en el término criollo.

Ahora, en estos momentos, los criollos que estamos tomando conciencia de nuestra identidad en América nos vemos enfrentados a elegir entre las dos opciones de identitarismo fuera de Europa: (1) abrazar la hispanidad en un romántico intento por revivir el pasado, o (2) crear un nuevo concepto –pancriollismo, momentáneamente designado– como medio para crear hermandad y conciencia en todos los eurodescendientes fuera del continente madre, habitando en el continente americano.

Esta discusión ha sido objeto de algunos debates intra e intergrupos identitarios. No voy a entrar a discutir y a aburrir con estas ideas sobre los argumentos de uno y otro bando; ya que si están leyendo estas palabras es porque ya los conocen y han optado alguna de ambas opciones, tal como yo lo he hecho.

La idea de Hispanidad en sí es respetable, pero cae en algunos hechos contradictorios por sí mismos: en primer lugar, como lo dije anteriormente, es sólo una idea cultural nacida a partir del proceso civilizador de España en sus colonias, el que siempre fue de la mano con la universalidad del cristianismo católico y es imposible – o contradictorio, para ser más exacto– para los hispanistas el separar el Aspa de Borgoña de la idea de Catolicismo. Es por esta razón que en este caso siempre va a destacar la cultura sobre los genes, repitiendo a la larga el mismo error hispano: el mestizaje y la progresiva pérdida de identidad. Pero es un hecho indiscutible: sin sangre no hay identidad.

El pancriollismo al contrario, hermana a todos los eurodescendientes, no sólo a los hispanos, sino a todo descendiente de europeos que haya nacido fuera del continente –Australia y Sudáfrica por ejemplo–   privilegiando herencia por sobre cultura, una cultura siempre cambiante por motivos socio-históricos. Sin embargo, el término criollo designa a eurodescendientes con una historia y territorio en común: América. Hay un paneuropeísmo en la idea, pero también se asume que en Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, pese a estar todos regidos por la Cruz del Sur, hay diferencias culturales.

Pero voy a ser lo más pragmático posible y defender mi postura con ejemplos, disculpándome por la autorreferencia: provengo de la ciudad de Angol, en Chile; ciudad que fue fundada con el único propósito de crear una avanzada para permitir la colonización del sur de Chile con europeos e instalar una fuerza militar que los defendiera. Es conocido en la historia de la colonización que los barcos cargados de colonos salían desde Alemania e incluso Polonia con emigrantes, luego hacían escala en Burdeos, generalmente completando el pasaje con franceses. Durante esos meses de travesía, los barcos perdían hasta un 15% de sus pasajeros a causa de los antagonismos nacionalistas entre franceses y alemanes (y tal vez pasaba entre otras nacionalidades). Literalmente, muchos eran lanzados por la borda durante las noches.

Estas disputas entre naciones europeas atravesaron el océano, y durante los primeros años, los colonos fueron manteniendo esta postura. Pero pasó el tiempo y estos colonos ya instalados en el Nuevo Mundo atravesaban constantemente crisis  tremendas por 3 causas, a saber:

  1. El clima extremadamente lluvioso que impedía obtener ayuda de los centros administrativos chilenos.
  2. Los colonos eran constantemente asaltados por bandas de indígenas.
  3. Las mismas fuerzas del orden (ejército y policía) asaltaban a los colonos.

Lo anterior causó que paulatinamente los colonos fueran olvidando sus diferencias y comenzaran a colaborar y ayudarse mutuamente, para así sobrevivir a las duras condiciones que La Frontera les ofrecía.  Así crecí entre una verdadera zona multicultural, en la cual las palabras y costumbres alemanas, francesas, italianas e incluso croatas conviven junto con las originariamente hispanas en un fuerte crisol cultural, el que es más exacto tildar de criollo que de hispano. No niego que la costumbre y el idioma español perduran y son parte de la vida diaria, pero los otros rasgos de hispanidad no se cumplen: misma religión y universalidad genética con el resto de etnias originarias e incluso los mestizos.

Ahora bien, en vista de este ejemplo ¿qué podría hacerse para que estos criollos despertaran su identidad, es decir, que entraran en un proceso de concientización? ¿Los «hispanizamos», aun cuando algunos tengan costumbres no hispanas fuertemente arraigadas y tal vez resistan a la aculturación? ¿Les hablamos del Aspa de Borgoña aun cuando porten la bandera de Quebec o de Texas? ¿O les otorgamos la oportunidad de seguir viviendo su cultura y les ofrecemos la oportunidad de desarrollarla y la posibilidad de adaptación y desarrollo con el pancriollismo?

El pancriollismo no es un proceso universalista que pretende homogeneizar a los eurodescendientes, sino que es lo suficientemente flexible para reconocer las identidades de cada grupo étnico criollo y crear una pan idea que no sólo una a los criollos de nuestro país, o sólo a los que viven bajo la cruz del sur; ya sea un bóer que vive en valles sudafricanos, un creolé francés que vive entre bosques canadienses, o un pastor ovejero australiano.