Aarón Garrido

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La decimonónica y romántica (en sentido estricto) fórmula “Sangre & Suelo” representa bastante bien los principales factores que han intervenido en la génesis de las razas humanas. Por ejemplo, la raza blanca, como hoy la conocemos, existe gracias a la continuidad genética que permitieron los cruces intra-raciales (Sangre), pero también debido a que esto ocurrió por milenios en un contexto glaciar, que tuvo enorme influencia en su alimentación, desarrollo de aptitudes físicas, y adopción de una determinada ética.

La misma fórmula vuelve a expresarse, ahora en el proceso de etnogénesis, cuando una raza ya existente procede a habitar por sucesivas generaciones un nuevo territorio. Algunos antecedentes de esto son las primeras invasiones indoeuropeas hacia las distintas latitudes de Europa, las ex colonias del Imperio Británico (Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y Australia), y la población que logró preservarse racialmente europea en las ex colonias del Imperio Español. Así, el “Suelo” no consigue romper el parentesco racial con la Nación progenitora ni con sus pares de ultramar, pero sí obliga a adoptar rumbos diferentes, a experimentar nuevas historias, y con ello conformar una nueva Identidad cargada de mitos, fortalezas, debilidades, afinidades, prejuicios, y en general, de todo lo que integra la personalidad colectiva e individual de un grupo humano.

El Suelo impacta a nivel de raza y de identidad (etnia/nación) al igual que la Sangre. A simple vista, la importancia de ambos factores podría ser la misma. Pero la gran diferencia se aprecia cuando reflexionamos sobre la eventual pérdida de uno u otro.

Un ejemplo servirá:

Imagine una etnia racialmente homogénea que pierde su patria, territorio, entorno, o como usted quiera llamarlo. El tipo de hecho que causó esta situación – catástrofe natural, guerra, plebiscito, compraventa, etc. – determinará los esfuerzos y el tiempo que tomaría recuperarla. Dependiendo de la causa, dicha tierra podría recuperarse en meses, años, décadas, o tal vez nunca dentro del tiempo de existencia de la etnia desplazada. Pero por lo menos desde el punto de vista de quien se plantea este desafío,  una tierra arrebatada puede que no sea fácil de recuperar, pero sí recuperable; la posibilidad de que esto ocurra por medios económicos, administrativos, militares o políticos es a lo menos susceptible de ser planteada.

Imagine ahora que esa misma etnia nunca fue desplazada de su tierra, conservándola íntegra, pero que de un momento a otro se somete a un continuo proceso de mestizaje con una población racialmente extranjera, salvándose de esto sólo una fracción mínima de dicha etnia. No existe maniobra económica, administrativa, militar o política que permita devolverle a la población mestizada su condición racial original, y lo más probable, es que si la población no-mestizada continúa sobreviviendo, lo hará como una minoría. Aún en el caso de que se encontrara una fórmula infalible para regenerar racialmente a la población mestizada, recuperando los números iniciales, se trataría de un trabajo que tomaría sucesivas generaciones. Ya que el cambio racial no opera a nivel de individuo sino que en el tránsito de una generación a otra, el tiempo que tomaría recuperar la etnia original equivaldría a varias vidas humanas, un horizonte temporal mucho más distante que el contemplado para efectos de recuperar una tierra arrebatada.

Aunque aquí tendemos a pensar que la Sangre es más importante, la discusión sobre cuál factor (Sangre o Suelo) influye más en la conformación de una raza y/o Identidad está abierta para quiénes deseen hacerlo. Pero lo que difícilmente podría discutirse es que la pérdida de la Sangre impacta mucho más que la del Suelo, siendo siempre lo primero mucho más costoso en su recuperación que lo segundo.

Cada vez que hablamos de “criollo” estamos comprendiendo tanto la Sangre como el Suelo: sangre europea en suelo americano, un ente vivo imbricado en su marco cósmico; un Dasein, en términos heideggerianos. Por eso, cuando terceros afirman que “se creen europeos”, están tan equivocados y desinformados como quienes llegasen eventualmente a decir que “se creen americanos”; ambas asunciones (además de ser planteadas de manera tendenciosa) aluden sólo parcialmente a los factores que gestaron la Identidad criolla.

Que un criollo odie a su tierra histórica es tan contradictorio como si odiara a su ascendencia europea; ambos componentes son los que le permiten ser lo que es: criollo. 500 años de suelo americano no pueden ignorarse, no pueden considerarse un mero paréntesis en la historia europea de la raza blanca; 500 años que sin lugar a dudas marcaron su personalidad: esa particular síntesis de libertarismo y disciplina que los criollos demostraron a lo largo de su historia americana.

Siguiendo esta reflexión, desde un punto de vista identitario podría afirmarse que un criollo debiese ser tan racista como patriota, entendiendo “patria” en su sentido más natural y obvio como “la tierra de los padres”. El gran problema de la identificación patriota surge cuando en un mismo territorio habitan distintos pueblos, y la que era sólo “la tierra de mis padres” pasa a ser también la tierra de los padres de otras razas y/o etnias. Es esta situación la que conduce a que se pase del sano aprecio por la tierra en que los ancestros conquistaron, vivieron, trabajaron, lucharon y ofrendaron al futuro para que fuera de sus descendientes, al patriotismo más tóxico, ése según el cual todos los habitantes que comparten territorio serían “pares”, con independencia de sus particularidades objetivas, y derechamente negando las diferencias colectivo-subjetivas.

Se trata de un patriotismo al que le irrita la diferencia y le encanta la asimilación (“serás chileno te guste o no”), y que a pesar de estar revestido de un disfraz de defensa de una “identidad”, en la práctica es antirracista y monoculturizador. Si se compara desprejuiciadamente, en poco se diferencia esta homogeneización en nombre de la patria de aquella que históricamente se ha hecho en nombre del Estado, del mercado, o de la religión.

Imagine que usted y su pareja se trasladan a un barrio chileno socio-económicamente acomodado, bonito, pero que en todas las casas circundantes habitan personas vinculadas a homicidios, narcotráfico, prostitución y robos con violencia. Imagine que usted y su familia logran no verse involucrados en ninguna de estas actividades ilícitas, consiguen vivir allí por unos 50 años criando hijos y nietos, y tras toda una vida de momentos significativos adoptan un fuerte cariño por la casa y el barrio en que habitaron. ¿Es el afecto por la casa y el barrio suficiente razón para ver a los vecinos como “buenas personas”? ¿Puede el solo cariño al entorno llevar a ignorar la realidad, y a imaginar a los demás habitantes como pares? ¿Puede alguien, en éste y en cualquier contexto, pensar que por el sólo hecho de que una familia viva en una casa contigua a la de otra, signifique que ambas guardan parentesco? El afecto e identificación con un barrio no es necesariamente el mismo que el que se siente hacia los vecinos con que se comparte.

Exactamente la misma reflexión puede hacerse cuando un territorio es habitado por diversas razas y/o etnias. Por más que varios pueblos diferentes habiten y sientan afecto por el mismo territorio, eso no los convierte en pares, no los vuelve semejantes a nivel identitario, sino que a lo sumo, es indicador de que existen intereses comunes por los que es conveniente cooperar, es decir, que son una sociedad. Y eso es en verdad el conjunto de la población que habita Chile; no una raza, nación/etnia, ni comunidad del pueblo: sino que una sociedad.

Entre los contemporáneos seguidores del nacionalismo chileno, esos que a regañadientes aceptan la diversidad racial presente (no olvidemos que están también los que niegan dicha diversidad y asumen que todo Chile es blanco, mestizo o indígena), existe la tendencia a construir su idea de “nación” en base al elemento aglutinador “Suelo”. Por lo general son fáciles de detectar (aún cuando se definan conforme a otras etiquetas ideológicas) gracias a su evidente confusión entre los conceptos de “nación” y “patria”, y es que les resulta imposible definir a la primera sin reducirla a un vínculo con la segunda.

Entre ellos abundan expresiones metafóricas como los “hijos de la Patria” (evidente predominancia del “Suelo”), para de esa manera restarle importancia a las “secundarias y accidentales” diferencias étnicas y raciales que significa la “Sangre”. Según ellos, todo aquel que habite y “ame” a esta tierra es un hermano, camarada, o “chileno” que debe ser considerado semejante. De esta forma, la inicialmente clara distinción identitaria entre “Sangre y Suelo” es borrada por los nacionalistas/patriotas clásicos; cuando para el identitario la Identidad era una convergencia armónica de ambos factores, para los nacionalistas/patriotas clásicos el Suelo “trasciende” (aplasta) las divisiones étnicas y raciales para aglutinarlos a todos en una “nación” «patrióticamente vinculada». Retomando el ejemplo anterior, según ellos, si usted vive en una casa y barrio que le gusta mucho, eso lo convierte automáticamente en pariente de sus vecinos, lo quiera usted o no.

Siendo fiel a la etimología de la palabra, un identitario criollo podría definirse como “patriota” sin problema alguno, toda vez que la tierra de sus padres integra también su Identidad. El problema de definirse de este modo es que, en la práctica, el patriotismo es entendido comúnmente como la afirmación de una “identidad” común con el resto de la población que habita el mismo territorio – “identidad” concebida únicamente a partir del factor “Suelo” – y dado que en Chile habitan distintas razas y etnias, se trata de un patriotismo antirracista y monoculturizador.

Si el patriotismo volviera a ser entendido como un vínculo, afecto, e identificación con la tierra, y no hacia todos los demás extranjeros raciales que la habitan, sería diferente, pero eso sería pedir mucho en un país como Chile.

El identitario que superó sus nostalgias y adopta una postura crítica, se enfrenta así ante una paradoja: hoy en día la autodefinición como -«patriota» es malentendida como “nacionalista chileno”, de la misma forma en que al definirse como racista es malentendido como “supremacista racial”. Otra expresión de la infinita pugna entre ser fiel al significado original de las palabras, o elegirlas pragmáticamente buscando que se entienda el mensaje.

A diferencia de las críticas superficiales que se nos han dirigido al respecto, nuestro escepticismo respecto al patriotismo clásico no se debe a que “odiemos a esta tierra”, “nos creamos europeos” o derechamente nos veamos “superiores” al resto de los habitantes de este territorio. Nuestro escepticismo al patriotismo se debe a que éste ha servido para anular las diferencias étnicas y raciales, bastando habitar un lugar y “amarlo” para ser considerado semejante. Una vocación igualitarista que debilita la afirmación identitaria, ya que si permite que blancos, mestizos e indígenas puedan ser considerados ante todo como “chilenos” ¿por qué no hacer lo mismo con los inmigrantes aymaras, subsaharianos, árabes, asiáticos y judíos que todos los años llegan a Chile, habitan, y hasta dicen “amar” esta tierra? Si la “identidad chilena” definida por vínculos patrióticos es lo suficientemente flexible para abarcar la triple diversidad racial inicial y reconocerlos a todos como “chilenos” ¿por qué no aceptar una cuarta, quinta, o hasta sexta categoría de “chilenos”?

Si se hermana patrióticamente a blancos, mestizos e indígenas porque son “poblaciones históricas que han habitado y amado el territorio desde el principio”, entonces es cosa de dejar pasar el tiempo y permitir vinculación histórica para que, por ejemplo, las comunidades peruana y colombiana de Chile pasen a ser consideradas como “chilenas”. Podrían haber argumentos nacionalistas, marxistas, económicos, laborales, sociológicos, jurídicos y hasta morales para reducir la pertenencia identitaria a una cuestión de tiempo y espacio, pero definitivamente no desde el punto de vista identitario.

No hay nada de malo en inspirarse en la lucha que hicieron y hacen movimientos ideológicamente afines en el extranjero, pero al hacer esto, no hay que perder de vista que el contexto en que nos encontramos en Chile es bastante particular, y que las organizaciones de otros países están suficientemente ocupadas intentando superar sus propios problemas, como para tener tiempo de crear modelos perfectos y exportables que sean compatibles con nuestra realidad local, e idóneos para superar nuestros específicos problemas. Que en el extranjero un discurso abiertamente patriótico sea perfectamente compatible con una visión identitaria, no significa que en Chile también lo sea o pueda llegar a serlo.

A los lectores de este blog ya no debería sorprender las referencias favorables que hemos hecho a la lucha del pueblo mapuche (excluyendo a los casos de inconsecuencia evidente); lo que tal vez sorprenda a algunos, es que nuestro Identitarismo sea mucho más afín a la causa de éstos últimos que a la del nacionalismo y patriotismo chileno clásico (que teóricamente no son lo mismo, pero en la práctica sí resultan serlo).

Los mapuche sienten legítimo rechazo a identificarse como chilenos y con su simbología tradicional. Saben que el sólo hecho de habitar el mismo territorio no puede hermanarlos con criollos y mestizos (aún cuando no lo expresen en términos raciales) que los han exterminado, aculturizado, asimilado, y despojado de sus tierras. Al ver la bandera chilena no se ven reflejados, y es comprensible.

Bandera posiblemente utilizada por tropas mapuches a comienzos del siglo XVIII

Un identitario criollo debería adoptar actitud similar. ¿Cómo identificarse con una bandera que contiene una adaptación del símbolo que pertenece a los asesinos de Pedro de Valdivia y de tantos otros conquistadores y colonos criollos? ¿Cómo enarbolar dicha bandera en las fechas identitarias, sin que constituya una burla hacia quienes se dice recordar en dichas ocasiones? ¿Cómo entonar canciones republicanas y patrióticas, cuando se desea reivindicar actos evidentemente imperiales como la expansión, conquista y fundación de ciudades por una potencia de ultramar?

No se puede culpar a los artífices del Estado o a los teóricos del nacionalismo y patriotismo chilenos por estas contradicciones, puesto que ellos no tenían el más mínimo interés en guardar coherencia con posturas identitarias (que no conocían), y si lo hicieron, fue de manera accidental. La coherencia con el discurso identitario le corresponde única y exclusivamente los identitarios, debiendo elegir entre defender la Identidad, o continuar cometiendo los errores del pasado, esos que se han repetido tantas, pero tantas veces, que han logrado que sus víctimas le tomen cariño al continuo fracaso.

Y no nos engañemos, no se puede quedar bien con todo el mundo.