Francisco JavGzo

Stefano Vaj

Biopolitics: A Transhumanist Paradigm

La Carmelina Edizioni, 2014

Biopolitica. Il nuovo paradigma, escrito originalmente en italiano y publicado por primera vez en su versión “definitiva” en 2005 (Società Editrice Barbarossa), circuló posteriormente en línea a través de la plataforma Biopolitica.it y ha sido revisado y ampliado continuamente a lo largo de los años (incluyendo un apéndice tomado de La colonisation de l’Europe de Guillaume Faye). La presente reseña se basa en la traducción inglesa realizada por Catarina Lamm en 2014.

La noción de biopolítica, que hoy impregna el discurso teórico y político, surgió inicialmente en la obra de Rudolf Kjellén, en particular en su tratado de 1916 Staten som lifsform (“El Estado como forma de vida”). Al igual que con su más conocido concepto de geopolítica, Kjellén intentó articular un marco en el cual el Estado pudiera entenderse no meramente como un aparato institucional o abstracción jurídica, sino como un organismo viviente dotado de vulnerabilidades, imperativos adaptativos y un sustrato biológico que condiciona su destino histórico. En este temprano vocabulario organicista, biopolítica significaba el esfuerzo por asegurar la vitalidad del Estado mediante la gestión consciente de la población, la salud, la fertilidad y el conjunto total de fuerzas biológicas sobre las cuales descansa en última instancia el poder nacional. La biopolítica era una doctrina estratégica: el reconocimiento de que el declive del vigor demográfico o la mala gestión de la salud colectiva repercutirían en la arena geopolítica. Para Kjellén, el orden político presupone resiliencia biológica, y la preservación de esa resiliencia exige intervención deliberada, previsión y la disposición a tratar a la población no como una masa neutral, sino como el propio medio del arte de gobernar.

En la teoría contemporánea, sin embargo, el término sufrió una reformulación decisiva gracias a Michel Foucault, quien reinterpretó radicalmente la biopolítica, desvinculándola de su contexto estatal-organicista y redefiniéndola como una tecnología de poder propia de la modernidad. En lugar del Estado como organismo, Foucault enfatizó el Estado como regulador: un aparato que administra la vida mediante la vigilancia, la normalización higiénica, la medición demográfica y la producción sutil de subjetividades—la gubernamentalización de la vida misma, en la que el poder ya no opera mediante el mandato, sino mediante la orquestación meticulosa de los procesos biológicos.

Y luego está la visión biopolítica de Stefano Vaj. O, dicho con mayor precisión, la visión de Stefano Vaj de lo biopolítico.

Para Vaj, la biopolítica moderna surge como una consecuencia inevitable de la racionalización tecnológica de la vida humana. A medida que las sociedades adquieren herramientas más sofisticadas para comprender y manipular los procesos biológicos, la distinción entre “natural” y “artificial” se vuelve insostenible. Vaj sostiene que esta disolución produce un nuevo escenario en el cual las decisiones biológicas—reproducción, salud, longevidad, genética, selección—dejan de ser privadas o aleatorias para convertirse en parte de una estructura política que moldea el destino evolutivo de las poblaciones. Por lo tanto, también moldea el destino evolutivo de la raza y la etnicidad. En este sentido, la biología contemporánea deja de ser meramente contemplativa y descriptiva; se convierte en una disciplina que diseña la vida. Tecnologías como la ingeniería genética, la reproducción asistida y la biomedicina avanzada instauran una condición en la cual la intervención en la vida pasa a formar parte del funcionamiento normal de la sociedad. Esto redefine la relación entre individuo, cuerpo y comunidad, y plantea interrogantes sobre identidad, responsabilidad y poder evolutivo.

La evolución deja de ser un proceso ciego para volverse susceptible de planificación e intervención, ya que las innovaciones científicas alteran la arquitectura genética y fisiológica del ser humano, abriendo un espacio sin precedentes en el que la humanidad puede corregir o expandir lo que antes se concebía como un límite biológico. A medida que la función normativa de la “naturaleza” se erosiona, las objeciones éticas que intentan conservar la naturaleza como criterio moral se tornan anacrónicas; lo natural, sujeto a intervención técnica continua, ya no significa lo que solía significar. Esta ruptura con el naturalismo clásico también implica una ruptura con el conservadurismo y sus aprensiones (como ya había señalado Faye en Arqueofuturismo), y supone asimismo una ruptura con el humanismo clásico: la planificación familiar, las terapias de fertilidad, la selección embrionaria y la manipulación genética amplían el espectro de decisiones disponibles y las posibilidades de adaptación a contextos futuros.

La reproducción mediada tecnológicamente altera las identidades tradicionales, dado que la paternidad deja de ser una función de la biología espontánea para convertirse en una decisión técnica, legal y comunitaria, reconfigurando el concepto de familia y de obligaciones generacionales. De manera similar, los cuerpos humanos dejan de concebirse como hechos terminados y definitivos: su forma, sus capacidades y su deterioro pueden ser intervenidos (de una manera u otra, los seres humanos han intervenido en el cuerpo desde los albores del tiempo). Esta lógica reorganiza la ética, la economía y la cultura.

Vaj destaca la irreal dependencia “derechista” de la supuesta selección natural, señalando que

los efectos de la medicina moderna o de los antibióticos no son en sí mismos distinguibles de los de la vacunación, la profilaxis, el drenaje, una dieta adecuada, la higiene, la educación física y el deporte para las masas, prácticas todas ellas “saludables” que en realidad eliminan o atenúan las presiones selectivas objetivas preexistentes—prácticas especialmente alentadas por regímenes políticos que, en el último siglo, se preocuparon particularmente por la eugenesia.

A medida que la tecnología mejora la vida biológica, renunciar a su uso se convierte en una forma de irresponsabilidad evolutiva, puesto que la existencia misma queda en una posición de vulnerabilidad. Vaj critica las posturas que consideran inmoral la intervención genómica, porque la omisión implica perpetuar limitaciones evitables o daños futuros. A medida que los procesos moleculares se entienden mejor, la ignorancia deja de ser excusa: el conocimiento exige acción. No intervenir es también una forma de intervención, pues consolida lo que ya existe.

El paradigma transhumanista es antigualitario, dado que las tecnologías de mejora pueden producir desigualdades—aunque nunca ha existido la igualdad absoluta. Vaj sostiene que prohibir la mejora por temor a la desigualdad equivale a detener el progreso médico en nombre de la equidad. Como en la identificación que hace Faye del alma fáustica de Europa en el rechazo de los límites impuestos, Biopolitics se sitúa contra el conservadurismo y contra el liberalismo. En su ensayo “Transhumanism – the world’s most dangerous idea” (2004), Fukuyama teme que, si la naturaleza humana fuera alterada tecnológicamente, los individuos perderían el punto de referencia estable sobre el que descansan los derechos y los valores:

Subyacente a esta idea de la igualdad de derechos está la creencia de que todos poseemos una esencia humana que eclipsa las diferencias manifiestas de color de piel, belleza e incluso inteligencia. Esta esencia, y la idea de que los individuos poseen por ello un valor inherente, está en el corazón del liberalismo político. Pero modificar esa esencia es el núcleo del proyecto transhumanista. Si comenzamos a transformarnos en algo superior, ¿qué derechos reclamarán esas criaturas mejoradas y qué derechos poseerán en comparación con quienes queden atrás?

La intervención biotecnológica no es meramente un conjunto de herramientas al servicio de la medicina o del bienestar individual, sino una fuerza estructural que reorganiza los fundamentos de la vida social, la reproducción y la evolución humana. La humanidad deja de ser un agente pasivo de la historia natural: el desarrollo científico convierte a las sociedades en coautorías de su propio destino biológico. En un momento histórico en el que las características biológicas dejan de ser inmodificables y los límites evolutivos se vuelven porosos, surge la pregunta: ¿qué significa “ser humano”?

Nociones como “naturaleza humana”, “identidad biológica” o “destino genético” pierden su significado tradicional en un entorno donde los genes pueden ser editados, la reproducción puede externalizarse y el cuerpo puede ser intervenido desde múltiples frentes.

Las tecnologías reproductivas como la fecundación in vitro, la selección embrionaria y las intervenciones prenatales descentralizan la reproducción, que deja de ser un proceso exclusivamente biológico e íntimo para convertirse en un ámbito político y técnico. La reproducción se transforma en un terreno donde se toman decisiones sobre la calidad genética, la salud potencial y la optimización del linaje. Debe entenderse que los seres humanos nunca han estado completamente sujetos al azar evolutivo, pero ahora pueden reducirlo drásticamente. La medicina preventiva, las terapias génicas y la posibilidad de planificación genética hacen que la selección natural pierda parte de su poder determinante. La evolución se convierte, al menos parcialmente, en una construcción sociotecnológica.

Vaj señala que la subjetividad contemporánea debe incorporarse en esta lógica de intervención. La ilusión de autonomía basada en un cuerpo fijo o en un destino hereditario desaparece. El individuo es a la vez agente y producto de procesos biotecnológicos; la libertad se redefine como la capacidad de gestionar activamente la propia biología. El autor critica la bioética tradicional por operar con conceptos que ya no corresponden al estado actual de las ciencias de la vida. Señala que los marcos normativos existentes fueron desarrollados cuando la biología era descriptiva y no intervencionista. La nueva realidad —o el nuevo eón, quizá— requiere una ética orientada al futuro, disruptiva, que acepte la responsabilidad evolutiva y rechace los tabúes que obstruyen el progreso.

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En su obra, Stefano Vaj intenta recuperar el concepto de raza evitando dos extremos simplificadores: por un lado, el racismo biológico burdo; por otro, el humanitarismo igualitarista que disuelve toda diferencia hereditaria en una abstracción moral llamada “Humanidad”. El punto de partida es descriptivo, no moral: la especie humana es una población biológicamente diversa, estructurada históricamente en linajes, clinas y conjuntos relativamente diferenciados.

En sentido estricto, Vaj se apoya en la genética de poblaciones (Dobzhansky, Genetic Diversity and Human Equality; Cavalli-Sforza, “Some Data on the Genetic Structure of Human Populations” y “Human Diversity”; Kimura & Crow, “Natural Selection and Gene Substitution”, etc.) para insistir en que “raza” designa patrones estadísticos de distribución de frecuencias génicas, no esencias metafísicas. De ello se desprende que la diferenciación racial es un proceso, no un estado fijo, y que en muchas especies está incluso más avanzado que en la humana:

existen especies animales, incluidas especies salvajes, en las que el proceso de diferenciación racial está mucho más avanzado que en el hombre, tanto que roza la especiación.

Aunque una especie pueda permanecer unitaria desde el punto de vista de la inter-fertilidad, dentro de ella se consolidan subconjuntos relativamente estables, separados por barreras geográficas, ecológicas, etológicas o simplemente por patrones de apareamiento.

Esto se conecta con otra característica central de su definición: la profunda interpenetración entre biología y cultura. La endogamia relativa, las normas matrimoniales, los tabúes sexuales, los sistemas de parentesco y, en particular, las fronteras lingüísticas funcionan como mecanismos de segregación y selección. Vaj cita a Cavalli-Sforza:

el lenguaje… todavía hoy suele reflejar los “gradientes genéticos” en un grado significativo. Aparentemente, quienes defienden su identidad lingüística también defienden su identidad étnica, y la lengua desempeña normalmente un papel decisivo en el cortejo humano.

Así, pertenecer a un pueblo, a una comunidad lingüística y simbólica, dista mucho de ser “pura cultura” y corresponde típicamente a una profundidad biológica discernible. La raza, en el sentido descrito por Vaj, remite al nivel de estructuras heredadas, de linajes y gradientes estabilizados a lo largo de milenios. La etnicidad se refiere a la cristalización histórico-cultural de esos linajes en pueblos concretos, dotados de memoria, lengua, derecho consuetudinario, paisajes y modos de vida característicos. La identidad, por último, es el plano reflexivo y político: la forma en que esos cuerpos y tradiciones se piensan a sí mismos, se representan, se proyectan hacia el futuro y se defienden o se dejan disolver. Sin biología no hay materia prima; sin historia no hay forma; sin decisión identitaria no hay proyecto.

Este marco ayuda también a explicar por qué Vaj se detiene en ejemplos como el del pueblo judío, definido por Georges A. Heuse como un “grupo hiero-étnico”:

es sabido que literalmente no existe una “raza” judía. Los judíos forman un grupo “hiero-étnico” cuyos miembros proceden esencialmente de la subraza anatólica… y de la subraza sudoriental… Como resultado de la tendencia endogámica que estos practican… también es plausible que una o dos subrazas estén antropológicamente en formación dentro del grupo étnico judío.

Cuando Vaj aborda las razas europeas—lo que, en lenguaje clásico, entendemos como raza blanca—lo hace precisamente desde este prisma de larga duración. Retoma las tipologías tradicionales en las que se distinguen subrazas europeas sobre la base de conjuntos de rasgos físicos y patrones de frecuencia génica. Pero esto no es simplemente un catálogo de cráneos y pigmentaciones; en su lectura, Europa aparece como un mosaico de subpoblaciones que han coevolucionado con climas, economías, formas de guerra y sistemas simbólicos específicos—países, pueblos, paisajes y tipos humanos formando una trama.

Al mismo tiempo, Vaj insiste en que la noción de raza blanca ha sido, en gran medida, una abstracción moderna, útil como macrocategoría frente a otros grandes conjuntos (congoides, mongoloides, etc.), pero internamente muy diferenciada y en constante recombinación. El problema no es la mezcla en sí, que siempre ha existido, sino el tipo de mezcla, su dirección histórica y la pérdida o conservación de estructuras reconocibles. Desde la perspectiva de la biopolítica identitaria, la pregunta relevante no es si los europeos son “puros”, sino si la combinación de tendencias demográficas, migratorias y culturales permitirá hablar, en uno o dos siglos, de matrices europeas reconocibles, o si estas se disolverán hasta volverse irrelevantes como sujetos históricos. (Aquí es donde Guillaume Faye sostiene que la preservación de la diversidad etnobiológica es esencial para la civilización europea, defendiendo en Why We Fight la identidad europea como un compuesto biológico-cultural que no puede simplemente borrarse).

En este sentido, cuando el texto discute la inmigración masiva y las dinámicas de hibridación, lo hace menos en un registro moral que en términos de morfología histórica y autoconservación étnica. Vaj no busca demonizar al Otro, sino afirmar que toda población tiene derecho a preguntarse qué tipo de continuidad desea para sí misma, y qué umbrales de alteración puede absorber sin perder su forma. En términos de genética de poblaciones, una especie sometida a algo cercano a la panmixia—una mezcla indiscriminada y homogénea—tenderá a reducir sus diferencias internas:

en una especie que vive en las mismas condiciones ambientales y en un estado de panmixia aproximada, la diferenciación no tiene razón ni posibilidad de emerger, y mucho menos de persistir.

Aplicado a Europa, el diagnóstico de Vaj es claro: si se convierte en un espacio de panmixia globalizada, un sumidero genético, dejará de ser un conjunto de razas y etnias diferenciadas para convertirse en un simple cruce indiferenciado de flujos humanos.

Vaj entiende así la raza como una categoría descriptiva ligada a la diversidad genética y al desarrollo histórico de las poblaciones; un estrato profundo sobre el cual se construyen etnicidades e identidades; y, en el caso de las razas europeas, un campo en el que hoy está en juego la posibilidad de que Europa sea algo más que una zona económica—es decir, una constelación de linajes vivos, dotados de memoria y de la capacidad de decidir qué desean llegar a ser en la era biopolítica.

El autor concluye el libro con una frase que deja poco espacio para reinterpretaciones: “El futuro pertenecerá a quien exprese la voluntad más fuerte, la conciencia más profunda.”

Si no queremos perecer, nuestra misión es forjar esa voluntad y esa conciencia.