
El Blackmetal, con su aspereza sonora habitual, su disonancia deliberada ocasional, y su inevitable estética radical, puede ser interpretado como una de las expresiones contemporáneas más fieles a las estructuras arcaicas que dieron origen a la tragedia griega descrita por Nietzsche. Y es que en su ejecución confluyen los impulsos fundamentales que él tempranamente identifica: la claridad y el contorno apolíneo, y la embriaguez, desbordamiento y trance dionisíaco. Esta tensión no opera sólo como metáfora, sino como fenómeno acústico y ritual que se actualiza cada vez que la música irrumpe.
El telón de fondo dionisiaco del Blackmetal —sus riffs repetitivos, tremolo picking, velocidad descontrolada, blast beats y saturación extrema— constituye un verdadero mar primordial, equivalente al coro trágico dionisíaco que, según Nietzsche, envuelve y sostiene la aparición apolínea. Este estrato sonoro reproduce el caos originario de los mitos griegos y latinos: un retorno momentáneo al “Tiempo Original”, que, como plantea Mircea Eliade, es la función esencial de todo acto ritual. La música no se limita a representar ese caos: lo reactiva, reabre simbólicamente el acceso al origen y permite religar al oyente con el fundamento arcaico de la cultura europea.
Sobre ese fondo turbulento emerge, en contadas ocasiones dentro del género, el solo de guitarra. Su presencia excepcional le otorga un peso simbólico singular. En obras como “Satan’s Hammer” de Destroyer 666, “The Apocalypse Manifesto” de Enthroned o “The Sun Has Failed” de Marduk, el solo surge como una figura apolínea que atraviesa la tempestad dionisíaca; un trazo de forma, lucidez e individualidad que se impone fugazmente sobre el océano rítmico y monolítico del resto de la banda. Ese instante representa, en términos nietzscheanos, la tragedia en su expresión más prístina y exacta: la forma luminosa que nace del caos y, al mismo tiempo, es consumida por él. El solo se convierte así en una epifanía audible, un símbolo de la tragedia: el destello de individualidad en un universo que tiende a disolverla, la aparición de una forma que sólo existe para testimoniar su propia fragilidad.
A la luz de Eliade, esta dinámica sonora adquiere una dimensión ritual decisiva. El Blackmetal —incluso surgido en una era secular y tecnificada— habilita un retorno simbólico al origen sagrado. Su distorsión cruda, la repetición casi litánica, la velocidad inhumana y la imaginería precristiana generan un espacio musical que suspende la temporalidad profana y reactualiza una forma de tiempo mítico. La música, como en todo rito, no ilustra: reactualiza. Al sumergirse en esa sonoridad brutal y primigenia, el oyente experimenta una nostalgia ontológica por un mundo anterior a la modernidad y, en sentido profundo, anterior incluso a la historia: una nostalgia por lo sagrado.
Esa nostalgia no se refiere a un pasado cronológico, sino al pasado sagrado que fundamenta toda cultura tradicional. Por ello, el Blackmetal puede operar como rito europeo incluso desde geografías alejadas de Europa: lo que se reactualiza no es un territorio físico, sino una estructura espiritual inscrita en los mitos y experiencias originarias que dieron forma a su imaginario. El caos sonoro funciona como una grieta temporal por la cual el oyente accede al “instante fundador”: el momento en que el cosmos emergió del caos, donde la música revela su poder de religación con el origen.
En este marco, el solo de guitarra cumple una función aún más profunda: se convierte en la figura heroica de la tragedia, en la forma que emerge del caos ritualizado para expresar un lamento, un desafío o una iluminación momentánea, antes de ser absorbida nuevamente por la corriente dionisiaca. Su aparición es el microcosmos perfecto de la dialéctica trágica.
Así, el Blackmetal no es simplemente un género musical, sino una forma contemporánea de rito sonoro, una actualización estética de los impulsos trágicos y de los estratos míticos que constituyen la identidad espiritual europea. En su caos ordenado —y en esos raros, pero decisivos, momentos en que un solo de guitarra irrumpe sobre él— la música revive la antigua dialéctica entre forma y abismo, permitiendo a intérpretes y oyentes participar en un acto simbólico que reconecta con un “tiempo anterior al tiempo”, con la belleza pura del caos primordial que jamás hemos vivido, pero que, de algún modo inexplicable, somos capaces de recordar como si perteneciera a nuestra más antigua memoria.

