
El pensamiento liberal ha estado durante mucho tiempo asociado a la defensa de la democracia. No de manera incondicional, ciertamente, pero al menos por razones instrumentales. La democracia aparecía, pese a sus defectos, como el mejor mecanismo para garantizar la paz social y preservar las libertades individuales. Así, los liberales “clásicos” como Benjamin Constant, Alexis de Tocqueville o Lord Acton se alinearon con el régimen democrático para limitar la arbitrariedad (aunque conscientes de los peligros de la “tiranía de la mayoría”), y luego los liberales del siglo XX vieron en él el horizonte insuperable del liberalismo frente al peligro totalitario.
Pero un autor rompió este consenso en los albores del siglo XXI, declarando que la democracia no era la extensión natural del liberalismo, sino su negación estructural, incluso una regresión civilizatoria. Este hombre es Hans-Hermann Hoppe, hoy figura de culto en un sector del medio libertario, con su explosivo y radical libro Democracy: The God That Failed, publicado en 2001.
Una democracia descivilizadora
Hace aproximadamente un siglo —desde el fin de la Primera Guerra Mundial— que la democracia parlamentaria se ha establecido como el régimen por defecto del mundo occidental. Es hora, entonces, de hacer balance. Sin embargo, este balance no habla en su favor, anuncia Hoppe desde el inicio:
“A finales del siglo XX se acumulan cada vez más pruebas de que, en lugar de marcar el fin de la historia, el sistema americano está en una profunda crisis. Desde fines de los años sesenta o comienzos de los setenta, los ingresos reales por salarios en Estados Unidos y Europa se han estancado o incluso han caído. En Europa occidental, en particular, las tasas de desempleo han aumentado sin interrupción y actualmente superan el 10%. La deuda pública ha alcanzado en todas partes alturas astronómicas, superando en muchos casos el producto interno bruto anual del país.”
Para Hoppe, estos indicadores deberían llevarnos más bien a anticipar una crisis mayor. Nuestros sistemas de seguridad social están en quiebra o cerca de estarlo, y una vez confirmada esa quiebra, el ideal democrático será difícil de sostener.
La primera reacción esperable ante esta bancarrota sería lamentarla o luchar por restaurar la democracia en todo su antiguo esplendor. Pero Hoppe escribe su libro precisamente para señalar otro camino. La democracia —indica— ha fracasado por su propia naturaleza e intrínsecos principios. Lejos de lamentarlo, resulta más apropiado diseccionarla y considerar vías alternativas para escapar del atolladero social e institucional en que nos encontramos.
La primera parte de la obra consiste en una comparación rigurosa y fascinante entre los regímenes democrático y monárquico. El juicio es inequívoco: la democracia es una fuerza descivilizadora. Para afirmarlo, Hoppe parte del concepto de “preferencia temporal”, noción central en la economía austriaca. En términos simples, la preferencia temporal designa nuestra tendencia instintiva a valorar más un bien disponible ahora que el mismo bien disponible más tarde, en igualdad de condiciones. Preferimos recibir 100 euros hoy antes que 100 euros en un mes. Para renunciar a esa satisfacción inmediata, sería necesaria una compensación: recibir, por ejemplo, 150 euros en un mes.
Preferencia temporal
Aunque trivial, este ejemplo se manifiesta cotidianamente en nuestras decisiones de consumo y ahorro: a veces preferimos un objeto de calidad media que podemos comprar hoy a uno superior que requeriría un mes de espera y ahorro. A gran escala, esta lógica subyace a las tasas de interés: éstas remuneran el hecho de aplazar el uso de un recurso. En una sociedad, una baja preferencia temporal favorece el ahorro y los proyectos de largo plazo, mientras que una alta preferencia temporal fomenta el consumo inmediato y la erosión del capital material y moral.
Hoppe muestra que la democracia tiende a elevar la preferencia temporal de la sociedad porque confía el aparato estatal a gestores no propietarios, de horizonte corto (por las elecciones), incentivados a distribuir beneficios inmediatos (gasto, transferencias, crédito fácil) y a postergar los costos (impuestos futuros, deuda, inflación, regulación). La monarquía hereditaria, en cambio, coloca a un propietario frente a un activo transmisible —el país—, que constituye su propio capital. El rey internaliza más las pérdidas futuras y tiene interés, ceteris paribus, en preservar la base tributaria y el activo productivo. De ahí la tesis central de Hoppe: el gobierno “público” (democrático) se asocia a un horizonte acortado y, por tanto, a una alta preferencia temporal, mientras que el gobierno “privado” (monárquico) se asocia a un horizonte largo y una baja preferencia temporal.
Al instalar estructuralmente una alta preferencia temporal, la democracia arrastra gradualmente a la sociedad a una especie de presente perpetuo, donde la familia se fragiliza, la autonomía individual retrocede, el ahorro se estanca pese al enriquecimiento material, y la criminalidad, la dependencia estatal y el hedonismo avanzan. Son signos, según él, de una infantilización y brutalización de la vida social.
Hoppe, sin embargo, no se define como monárquico. La comparación entre ambos regímenes sirve sobre todo para poner en evidencia los defectos y límites de la democracia. No es que la monarquía le parezca el ideal, sino que la considera la mejor forma posible de Estado. Queda por resolver si el Estado mismo es necesario: esa es otra cuestión. Hoppe sigue siendo un libertario convencido; su horizonte normativo es el del “orden natural” anarcocapitalista: un mercado de derecho y seguridad basado en la propiedad privada, los contratos y la secesión voluntaria.
Del anarcocapitalismo al neorrealismo monárquico
Pero aquí el impacto de Hoppe supera a su autor. Su crítica a la democracia y su oposición entre propietario y gestor han servido como munición intelectual al movimiento anglosajón llamado Neoreaction (NRx) y a Curtis Yarvin, quienes asumen el salto monárquico. Donde Hoppe desea mil jurisdicciones privadas en competencia, los neorreaccionarios abogan por un “soberano-CEO”: centralizar para crear responsabilidad, transformar el Estado en una empresa cuyo líder posea el capital. El argumento es afín: si se quiere limitar la preferencia temporal del poder, debe reintroducirse la propiedad en el corazón del gobierno.
Así, aunque Hoppe no buscara revivir el pensamiento monárquico, ha proporcionado armas para un nuevo tipo de neorrealismo monárquico contemporáneo, el “neocameralismo” de Yarvin.
Sea que se adhiera o no a sus soluciones, Hoppe ha impuesto al menos tres gestos intelectuales útiles: (1) devolver la democracia a su lugar y dejar de tratarla como un absoluto moral; (2) situar el tiempo en el centro de la política; y (3) poner en primer plano la cuestión de la propiedad y la responsabilidad: sin propiedad —y, por ende, sin responsabilidad directa—, ¿no están los gestores simplemente jugando con el dinero ajeno, despreciando toda consecuencia colectiva?
Publicado originalmente en: Éléments n° 216, Octubre-Noviembre 2025, llevado al inglés por Arktos Journal

